Si no amamos, no duraremos

«No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Ro 12:21).

Cuando Pablo escribió estas palabras a los miembros de una pequeña iglesia en Roma, no estaba simplemente impartiendo un sabio consejo. Tampoco estaba tratando de motivarles con un ideal platónico al que aspirar. Estas palabras venían manchadas con sangre y las lágrimas de la guerra de trincheras espiritual. Pablo les estaba diciendo a los preciosos santos de esta iglesia cómo permanecer vivos en un mundo malvado. Porque si las iglesias no vencen el mal con el bien, no sobrevivirán.

Escribo esto por una aflicción personal. En los últimos años, he visto cómo se han fracturado, e incluso disuelto, iglesias a las que quiero mucho. Y en los casos que tengo en mente, las rupturas no fueron por desacuerdos doctrinales o inmoralidad flagrante, sino por ofensas dadas y recibidas. Amigos de toda la vida, al haber perdido la confianza en el otro, ya no podían seguir conviviendo juntos. Como la mayoría de las rupturas, son complicadas. Algunas partes tienen mayor responsabilidad que otras. Sin embargo, el resultado desgarrador es que comunidades de culto que antes eran vibrantes han desaparecido, dejando a veces un remanente que lucha por reconstruirse desde las ruinas.

Y lo que me parece especialmente doloroso es que Jesús dijo: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros» (Jn 13:35). ¿Qué dicen estas rupturas acerca del amor de Jesús? ¿Qué dicen de sus discípulos?

Estas rupturas relacionales no tenían por qué producirse. Pero ilustran una realidad aleccionadora: si no nos amamos lo suficiente como para vencer el mal con el bien, seremos vencidos por el mal. Las instrucciones de Pablo en Romanos 12 sobre cómo amarnos unos a otros con una gracia agresiva son fundamentales para la supervivencia de nuestras iglesias. Si no lo entendemos, no sobreviviremos como testigos del amor del Señor Jesús que venció al mundo.

 

La fuerza más poderosa del mundo

Como cristianos, sabemos que el amor es el rey de los sentimientos y la reina de las virtudes. Está por encima de todos. Porque, aunque todas las demás virtudes y sentimientos piadosos son atributos de Dios, el apóstol del amor dice dos veces que es el corazón de la esencia divina: «Dios es amor» (1 Jn 4:8, 16).

Sabemos por las Escrituras del poder incomparable del amor. Abarca toda la Ley y los Profetas: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente… [y]   amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22:37-40). Y estuvo en el centro del acto más poderoso en la historia de la humanidad: La muerte de Jesús en la cruz. El amor movió al Padre a entregar a su Hijo unigénito (Jn 3:16), y el amor movió al Hijo a dar su vida por sus amigos para gloria de su Padre (Jn 15:13; 17:4).

Y sabemos que este acto supremo de amor hizo más que redimir a los perdidos. También fue el acto de guerra espiritual más poderoso que se haya cometido. Porque a través de él, Jesús venció al mundo lleno de odio (Jn 16:33) y puso en marcha la eventual y total destrucción del diablo y su reino maligno (1 Jn 3:8).

Por tanto, nada es más divino ni da más gloria y deleite a Dios que el amor. No hay nada más bello moralmente, profundamente significativo y que produzca gozo en la experiencia humana que el amor. Y nada es más ofensivo, violento o destructivo para las fuerzas de la oscuridad que el amor.

Sabemos esto.

Pero como dijo Jesús: «Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis» (Jn 13:17). Saber no es suficiente. Porque toda la bendición del amor radica en practicar el amor. En efecto, si lo que hacemos no procede del amor, no somos nada y no ganamos nada (1 Co 13:1-3). Pero eso no es todo: también podemos causar un gran daño en nuestras iglesias.

 

Amar con una gracia agresiva

Pablo había visto este daño de primera mano. Se había afligido por ello. Por eso, sus instrucciones a la iglesia de Roma estaban llenas de urgencia, una urgencia que el Espíritu Santo quiere que sintamos por nuestras iglesias al leerlas en la actualidad. El Espíritu, a través de Pablo, quiere que nos amemos unos a otros con una gracia agresiva.

Le llamo «gracia agresiva» por dos razones. En primer lugar, no estamos llamados a amarnos unos a otros como merecemos ser amados, sino como Jesús nos amó: con un amor impactante y extraordinariamente bondadoso (Jn 15:12). En segundo lugar, es agresivo porque es un amor extraordinariamente insistente, perseverante, que vence al egoísmo. Ese amor agresivo y lleno de gracia es de otro mundo, una probada del cielo en la tierra.

 

Cómo es el amor

Observa algunas de las formas de amar con una gracia agresiva con las que Pablo describe el amor que estamos llamados a sentir y darnos los unos a los otros.

«El amor sea sin fingimiento… Amaos los unos a los otros con amor fraternal» (Ro 12:9-10). No tardamos en darnos cuenta de lo que se necesita para seguir amando así. Todos tropezamos pecaminosamente de muchas maneras (Stg 3:2). Lo que significa que repetidamente nos ofendemos unos a otros. Se necesita una gracia perseverante para que el amor continúe siendo genuinamente afectuoso.

«En cuanto a honra, prefiriéndoos los unos a los otros» (Ro 12:10). Nótese la palabra agresiva, incluso competitiva, que eligió Pablo: «prefiriéndoos». Imaginemos una cultura eclesiástica tan marcada por la sana humildad de considerar a los demás como superiores a nosotros mismos y de defenderla abiertamente, que las enfermedades pecaminosas de la ambición egoísta y la arrogancia que todos arrastramos se mantienen a raya (Fil 2:3). Un anticipo del cielo. Pero este tipo de humildad solo se cultiva con una práctica intencionada, incluso tenaz y habitual.

«Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran» (Ro 12:15). Con la influencia de nuestro pecado interno, todos sabemos lo difícil que es obedecer este mandamiento. Pero si hemos recibido tal amor, sabemos lo bienaventurado que es.

«No seáis sabios en vuestra propia opinión» (Ro 12:16). Cuanto más en serio nos tomemos esto, más cuidadosamente escucharemos y responderemos a los demás. Esto por sí solo evitaría muchos conflictos relacionales. Pero es difícil renunciar a la suposición de que somos sabios y no necesitamos consejos.

«No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres» (Ro 12:17). Aquí está implícito que todos nos lastimaremos pecaminosamente unos a otros. Y todos sabemos que se necesita un autocontrol agresivo para no responder en pecado. «Procurad» capta la intencionalidad que requiere este amor.

«Si es posible, [hasta donde dependa] de vosotros, estad en paz con todos los hombres» (Ro 12:18). ¿Cómo sabemos «hasta donde» depende de nosotros? Esto puede ser difícil de responder. Pero si debemos soportarnos y perdonarnos unos a otros como Jesús lo ha hecho con nosotros (Col 3:13), probablemente sea mucho más de lo que naturalmente desearíamos.

Y, por supuesto, Pablo dice mucho más en Romanos 12. Pero esta muestra nos ayuda a ver hasta cierto punto el amor agresivo y costoso del Calvario al que estamos llamados como cristianos. Es el amor de Jesús, el amor que el mundo debe reconocer en sus discípulos, el amor que vence el mal con el bien.

 

Vencer el mal con el bien

Pablo termina el capítulo con la exhortación con la que he empezado: «No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Ro 12:21). Este es el gran llamado de cada iglesia. Y es un llamado ciertamente difícil, porque «angosto [es] el camino que lleva a la vida» (Mt 7:14). Nos exige a cada uno de nosotros negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguir las huellas de nuestro Señor, que tanto nos amó (Mateo 16:24; Juan 15:12).

Hay mucho en juego. Porque si no vencemos el mal con el bien, seremos vencidos por el mal. Si no nos amamos unos a otros como Jesús nos amó, no duraremos juntos. Las fuerzas demoníacas lo saben y apuntan sus dardos de fuego estratégicamente. Es por eso que la desaparición de demasiadas iglesias se debe al conflicto interno más que a la persecución externa. Es por eso que las iglesias que alguna vez fueron fuertes pueden disolverse.

Esto no tiene por qué ocurrir. Pero la supervivencia de nuestras iglesias depende de si nosotros, sus miembros, nos amamos unos a otros con la gracia agresiva que proviene de Jesús. Sabemos estas cosas. Pero saber no es suficiente. Bienaventurados seremos si las hiciéremos.

Jon Bloom

Jon Bloom

Jon Bloom se desempeña como maestro y cofundador de Deseando a Dios. Es autor de tres libros, Not by Sight, Things Not Seen y Don't Follow Your Heart. Él y su esposa tienen cinco hijos y tienen su hogar en las Ciudades Gemelas.