¿Te sientes preparado hoy para defender tu fe en Jesús? Si no es así, ¿qué haría falta para que te sintieras preparado?
«No os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis, sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros» (1 P 3:14-15).
Estos versículos se citan a menudo en las conversaciones sobre estrategias de evangelización y apologética: Prepárate para presentar defensa. Es decir, para estudiar los argumentos contra la fe cristiana, anticipar las preguntas más difíciles que alguien pueda hacer y elaborar respuestas convincentes. Sin embargo, si bien es bueno y amoroso pensar cuidadosamente en las objeciones al cristianismo, ese no es el enfoque principal o el énfasis de este mandato. Pedro no está incentivando una fe más informada, sino una fe más sincera: una fe más temerosa, alegre y activa.
«No os amedrentéis por temor de ellos, ni os conturbéis —dice—, sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros». Este tipo de defensa no queda plasmada en los libros de apologética, sino en nuestros corazones. No se trata simplemente de leer y pensar más (aunque ambas cosas son esenciales), sino de temer, amar y disfrutar más.
La mejor manera de estar preparado para defender tu esperanza en Jesús no es aprender nuevos y sofisticados argumentos, sino honrar a Jesús tanto como sea posible con lo que ya conoces. La mejor apología del cristianismo es la transformación real que ya está ocurriendo en ti.
«Santificad a Dios»
¿Quieres estar preparado para presentar defensa de tu esperanza? Ora entonces así: «Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre» (Mt 6:9). No solo en mi vecindario, ciudad, o nación, sino primero y más profundamente en mí. Señor, haz que mi corazón sea un reflejo profundo y vibrante de tu valor. Ayúdame a santificar tu nombre.
Cuando se trata de dar testimonio, algunos de nosotros podemos pasar demasiado tiempo preocupándonos por las respuestas intelectuales a las preguntas filosóficas, en lugar de meditar en la santidad, la gloriosa alteridad, de Dios. Tal vez no necesitamos leer más, sino sentarnos más tiempo bajo las galaxias de lo que conocemos de él. Necesitamos detenernos en los arroyos de su misericordia. Necesitamos sentarnos cerca de la ventana y escuchar el trueno de su justicia. Necesitamos subir más alto en las montañas de su autoridad y poder. Necesitamos adentrarnos un poco más en las profundidades de su sabiduría. Para algunos, no hace falta que nuestro corazón esté repleto de información para que arda con la santidad de Dios, sino tomar más en serio lo que conocemos de él y pedirle que lo encienda.
Y a medida que su santidad arda más en nuestro interior, su luz brillará más y más a través de nosotros. Nuestra pasión y devoción testificarán que él hizo y gobierna todo; que ama y redime a los pecadores; que satisface nuestros dolores y anhelos; que podemos confiar en él, incluso en el sufrimiento; que vuelve para hacer nuevas todas las cosas. Y a medida que su santidad crece en nuestros corazones, la santidad invade cada vez más nuestras vidas: la manera en que hablamos, actuamos y amamos (1 P 1:15-16; 2 Co 3:18). Los que santifican a Dios en sus corazones no pueden evitar dar testimonio de él. Sus vidas y conversaciones están llenas de evidencias del amor soberano.
¿Por qué preguntarían?
Pero incluso si santificamos a Dios en nuestros corazones, incluso si nos sentimos preparados para presentar defensa de la esperanza que hay en nosotros, ¿qué puede provocar que alguien nos pregunte (1 P 3:15)?
Cuando Pedro les escribió a estos creyentes dispersos por varias regiones (1 P 1:1), no eran creyentes que estaban a salvo, resguardados en iglesias seguras y protegidas por gobiernos tolerantes. Estos cristianos seguían a Jesús en el fuego creciente de la hostilidad. Desafiaban los pecados favoritos de su cultura, profesaban a un Señor superior al emperador y lo elegían por encima de sus amigos, padres e incluso cónyuges, creyendo que recibirían el ciento por uno, tal y como dijo Jesús (Mt 19:29). Y en las semanas y meses siguientes, no heredaron paz y consuelo, sino insultos y calumnias (1 P 3:9; 4:4). Y ese sufrimiento se convirtió en una impresionante plataforma para su esperanza.
¿Por qué alguien demandaría razón de su esperanza? Porque estos cristianos tenían esperanza cuando pocos lo hacían, cuando eran tratados injustamente. Porque no temían lo que el hombre les decía o hacía. Porque los problemas no parecían perturbarlos más (1 P 3:14). Deberían haber estado ansiosos, pero no lo estaban. Deberían haber estado a la defensiva, pero no lo estaban. Deberían haber estado amargados, pero no lo estaban. Su esperanza era sorprendente, confusa, extraña. Lo suficientemente extraña como para despertar la curiosidad de los demás.
Y cuando la curiosidad de las personas les hacía preguntar, se encontraban con una sorprendente «mansedumbre y reverencia» (1 P 3:15). La forma en que estos creyentes hablaban de Jesús demostraba su esperanza al igual que todo lo que decían sobre él. Comunicaban la verdad ante la crueldad con amabilidad. Fueron avergonzados y, sin embargo, mantuvieron la dignidad. Tenían la fuerza espiritual, por la gracia de Dios, tanto para soportar el abuso como para seguir siendo amables.
No debemos sorprendernos
Sin embargo, ¿qué puede significar todo esto para los cristianos en tiempos y lugares menos hostiles? Si no sufrimos como ellos, ¿debemos esperar que alguien nos pregunte por nuestra esperanza?
Bueno, no debemos suponer que no sufriremos como ellos. Los fieles seguidores de Jesús en las sociedades occidentales ya han experimentado, o pronto lo harán, una mayor oposición a nuestra fe: en nuestras familias, en nuestros lugares de trabajo, en nuestros vecindarios, en nuestras redes sociales. En otras palabras, es probable que estemos a punto de experimentar (salvo el avivamiento) lo que la gran mayoría de los fieles seguidores de Jesús en la historia han experimentado. Como señala John Piper:
La iglesia en Estados Unidos está despertando lentamente de la distorsión de 350 años de dominio y prosperidad. Hasta hace poco, ser cristiano en Estados Unidos se consideraba normal, bueno, patriótico, culturalmente aceptable, incluso beneficioso. («Navigating Trials in the New America» [Navegando por las pruebas en el nuevo Estados Unidos]).
Los cristianos siempre hemos sido extranjeros y forasteros en Estados Unidos, pero algunos de nosotros estamos empezando a sentir por fin lo extranjeros que somos aquí. Por eso, «no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa extraña os aconteciese» (1 P 4:12).
Nos ultrajarán
Además, las fuertes pruebas de las cartas de Pedro pueden ser en realidad sorprendentemente similares a lo que podemos esperar cada vez más en la actualidad. Aunque la persecución de la que hablaba era punzante e intensa, parece haber sido social y verbal, no física: «os ultrajarán» podría ser un buen resumen (1 P 4:4; cf. 4:14).
Y el mundo nos ultrajará por lo que creemos sobre Jesús, sobre el aborto, sobre la homosexualidad, sobre la raza, sobre el infierno. Hoy por hoy, en la mayoría de los lugares de Estados Unidos, si las personas supieran lo que realmente creemos, muchos odiarían lo que creemos. Y es posible que nos odien —ya sea en voz alta o en silencio, ya sea en nuestras narices o con un compañero de trabajo— por lo que creemos.
El apóstol Pablo advierte: «Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución» (2 Ti 3:12). Aquellos de nosotros que no hemos sido perseguidos de alguna manera deberíamos empezar a hacernos algunas preguntas difíciles sobre toda la aceptación y la aprobación que disfrutamos. Jesús dijo: «¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!» (Lc 6:26). ¿Y lo hacen? ¿Nos alarma la cálida admiración de un mundo que odia a Dios?
Cuando se sufre
Sin embargo, incluso al margen de la posible hostilidad social o política, todo seguidor de Cristo sufre de diversas maneras.
Santiago 1:2 dice: «Tened por sumo gozo cuando os halléis en diversas pruebas», no si, sino cuando. Pedro dice que estas pruebas son necesarias «para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo» (1 P 1:7). Para cualquier cristiano en cualquier sociedad durante cualquier siglo, la cuestión no es si vamos a sufrir, sino cuando lo haremos. Y, lo que es más importante, ¿la forma en que sufrimos llamará la atención sobre nuestra esperanza en Jesús, o la pondrá en duda?
Tanto si nuestro sufrimiento es grande como pequeño, si padecemos persecución, enfermedad o cualquier otra aflicción, nuestro dolor expone ante este mundo nuestra esperanza. ¿A dónde miramos cuando la vida se hace inevitablemente difícil? ¿A qué nos aferramos cuando todo lo demás falla? ¿Puede el Cristo que proclamamos soportar realmente el terrible peso de nuestros miedos, ansiedades, inseguridades y pecados?
Él puede, lo hace, y lo hará. Por tanto, santifícalo en tu corazón, especialmente cuando llegue el sufrimiento, y prepárate para decirle a quien te pregunte por qué sigues teniendo esperanza.
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Marshall Segal es escritor y editor gerente de desiringGod.org. Es el autor de Not Yet Married: The Pursuit of Joy in Singleness & Dating. Se graduó de Bethlehem College & Seminary. Él y su esposa, Faye, tienen dos hijos y viven en Minneapolis.