Indescriptible

«Busca un papel y algo para escribir». Con una sonrisa de satisfacción, mi esposa acató y se preparó para lo que procedería.

La tarea era sencilla: Tomar diez minutos y escribir todos los nombres o descripciones de Cristo que cada uno pudiera recordar. Luego de diez minutos, volvimos a reunirnos con nuestras listas. Al compartirlas, comenzamos a adorar mientras que la Joya de las generaciones interminables giraba y giraba ante nuestros ojos de fe. Cada nombre, digno de la reflexión de toda una vida.

Mesías. Señor. Maestro. Creador. Amigo.

Esposo. Salvador. Mediador. Redentor.

Amado. Digno. Nuestra esperanza bienaventurada. Nuestra propiciación. El Buen Pastor.

Admirable Consejero. Príncipe de Paz. Imagen del Dios invisible. Gobernante de los reyes de la tierra. La Puerta. La Vid Verdadera. El Pan de Vida. El Cordero de Dios. El Camino, la Verdad y la Vida. La piedra de tropiezo. La Estrella de la mañana. El Santo. El Principio.

El Rey de gloria. Señor del sábado. El testigo fiel. La Cabeza de la Iglesia. El León de Judá. El Siervo Sufriente. El Profeta mayor que Moisés. Aquel que nos ama. 

La Luz del mundo. El Autor y Consumador de nuestra fe. El Sumo Sacerdote. Hijo de David. Hijo del hombre. Hijo de Dios. Nuestra sabiduría. Nuestra santificación. Más grande que Salomón. El primogénito de entre los muertos. La Resurrección y la Vida.

El Alfa y la Omega. Dios poderoso. Varón de dolores. El esplendor de la gloria de Dios. 

Por mencionar solo algunos.

El que está por encima de sus nombres

El ejercicio reveló algo sencillo: Jesucristo vive más allá de cada nombre sagrado. El Espíritu inspira tantos nombres porque la realidad de Cristo se eleva por encima de cada descriptor individualmente (y como estoy insinuando, colectivamente también). Aunque a Jesús se le conozca realmente a través del lenguaje humano, él trasciende el lenguaje humano.

Tomemos a los antiguos poetas, tomemos a los narradores épicos de nuestra época y no dejemos de lado a los artesanos del lenguaje; utilicémoslos a todos, jóvenes y ancianos, en la singular tarea de contarnos todo el valor y el mérito de Cristo, y fracasarán; serán como niños que pintan con los dedos las estrellas, muy por debajo de la gloria de las galaxias.

Él es aquel de quien no se puede exagerar: su valor, su importancia, su relevancia, su poder, su bondad, su mando, su fidelidad, su belleza se eleva por encima del lenguaje humano como el serafín por encima de la mariquita. Nuestro lenguaje más excelso no puede captar sus excelencias.

Y eso no es un desprecio a las palabras que Dios mismo nos ha dado.

Cristo por encima del vocabulario

La excelencia del lenguaje puede llevarnos a muchos lugares: desde los frentes de la Segunda Guerra Mundial hasta un agujero de hobbit en la Comarca; desde las plantaciones del período Antebellum hasta una cueva en las montañas con vistas a Whoville, y hasta el mismísimo lugar del trono con Juan e Isaías. El lenguaje puede hacernos sentir profundamente: de la compasión a la valentía, del asco al horror, del amor al odio. El lenguaje es una herramienta, un pincel divino que puede colorear realidades trascendentes dentro de nuestras imaginaciones y concepciones. Dios escribió un libro.

Pero con respecto a Cristo, tanteamos con velas en la oscuridad: él es así, así, así. Está fuera del alcance del vocabulario de este mundo, brillando con la fuerza de diez soles. Es más santo de lo que la palabra «santo» puede expresar. Más bello de lo que la palabra «bello» puede comunicar. Nuestro lenguaje, demasiado débil para captar su poderío, es demasiado silencioso para transmitir toda su gloria. Realmente miramos a través de la fe y el Espíritu para verle y amarle (1 P 1:8-9), aunque de forma tenue.

Aunque el Espíritu emplea los colores humanos más sublimes que ofrece nuestro lenguaje —analogías, metáforas, títulos, tipos, parábolas, poesía y más—, la pintura es de aquel cuyas riquezas el propio Espíritu llama «inescrutables», aquel cuyo amor sobrepasa el conocimiento (y, por tanto, el lenguaje), aquel de quien el mundo mismo es una biblioteca demasiado pequeña para contener todos los libros que documentan sus maravillosas obras (Ef 3:8, 19; Jn 21:25).

El escenario de la autorrevelación

Ahora bien, aunque Cristo, el Trascendente, no puede ser finalmente retratado o nombrado de forma singular, debemos asombrarnos de que Dios haya planeado revelar los maravillosos nombres del Hijo que tenemos en las Escrituras.

Aunque Dios nos da algunos nombres en un momento, mientras que otros tardaron siglos en desplegarse en la historia redentora, Dios tenía todos estos nombres en mente antes de diseñar el mundo, elaborando la realidad y la experiencia humana para dar contexto a la gloriosa revelación de su Hijo, y no al revés.

En otras palabras, Dios no trabajó con la utilería que ya existía e hizo lo mejor que pudo. Desde el principio, Dios creó el escenario de la experiencia humana para comunicarnos a su Hijo. El matrimonio, por ejemplo, existe para comunicar lo que su Hijo es para la Iglesia; quién es él como «Esposo» (Ef 5:32).

O consideremos que antes de crear el mundo, nos dice Juan, Dios escribió un libro titulado: «El libro de la vida del Cordero que fue inmolado» (Ap 13:8). Dios no se puso a pensar en libros, corderos, sangre y sacrificios cuando el mundo y el pecado ya existían. Estos entraron en el mundo porque, antes de que el mundo existiera, Dios eligió libremente revelar a su Hijo como el Cordero inmolado.

El punto es que Dios creó el mundo para que el ojo de la fe contemplara al Cordero. Esta es su historia, su mundo; la utilería en el escenario fue construida para dar testimonio de Jesús.

¿Qué hay en un nombre?

¿Es una buena noticia para ti? Tal vez te preguntes, como la enamorada Julieta, ¿qué hay en un nombre?

Podríamos hablar del interés de Dios por su propio nombre —que comunica su carácter, su reputación, su alabanza, su renombre—, que está en el centro de nuestra salvación:

«Así ha dicho Jehová el Señor: No lo hago por vosotros, oh casa de Israel, sino por causa de mi santo nombre, el cual profanasteis vosotros entre las naciones adonde habéis llegado. Y santificaré mi grande nombre, profanado entre las naciones, el cual profanasteis vosotros en medio de ellas» (Ez 36:22-23).

Sin embargo, los nombres de Cristo, a ras de suelo, proporcionan anclas a nuestras almas, ¿no es así?

¿Cuántas ovejas han sido consoladas en el valle de sombra de muerte por su nombre «el Buen Pastor»?

¿Cuántas han visto cómo una brisa fría apacigua sus locos deseos ante su título de «Señor»?

¿Cuántos, en la desesperación, han revivido gracias al que es «[nuestra] esperanza bienaventurada» (Tit 2:13), o han soportado la persecución con los ojos puestos en «el Siervo Sufriente»?

¿Cuántas veces ha muerto el orgullo ante «la Vid Verdadera?». ¿Cuántas veces nos ha levantado la cabeza del polvo nuestro «Gran Sumo Sacerdote»? ¿Cuántas veces se han calmado nuestros temores de caer al pensar en el «Autor y Consumador de nuestra fe»? ¿Cuántas tempestades ha calmado este «Príncipe de Paz»? ¿Cuántas preguntas ha resuelto «el Gobernante de los reyes de la tierra»? ¿Cuántos remordimientos y esperanzas muertas se despiertan ante su nombre «el Principio»?

La mujer con el dedo desnudo puede aferrarse al Esposo. El hijo no amado puede sujetarse a «Aquel que nos ama». La madre que visita la tumba de su hijo, a «la Resurrección y la Vida». El pastor tentado por la envidia, a «la Cabeza de la Iglesia». El hombre o la mujer sin ganas de vivir, al «Pan de Vida». El que se siente solo en el mundo, al gran «Amigo».

Amamos sus nombres, por encima de todos los demás nombres, porque lo amamos a él. Cada uno proporciona un ángulo diferente, una fotografía distinta de lo que aún no podemos contemplar cara a cara. Ninguno exagera a Cristo. Ninguno lo refleja por sí solo. Cuando nos sentamos en la orilla eterna y bebemos profundamente de él, el océano nunca se vacía. Siempre hay más que ver, más que beber, más que conocer y disfrutar.

La marea siempre sube. Nuestro Salvador siempre será mejor que nuestros mejores pensamientos sobre él.

Greg Morse

Greg Morse

‎Greg Morse es escritor de desiringGod.org y graduado de ‎‎Bethlehem College & Seminary‎‎. Él y su esposa, Abigail, viven en St. Paul con su hijo e hija.‎