¿Qué pasaría si nuestro mundo estuviera lleno de dragones? La pregunta plantea cuestiones muy importantes relacionadas con nuestra vida diaria, incluso para aquellos que no están interesados en los dragones.
La primera vez que me hice la pregunta fue mientras volvía a ver las películas El Hobbit y El Señor de los anillos (después de haberlas visto un montón de veces). Mientras mi mente vagaba por mundos más excitantes que el mío, me pregunté: ¿Me sentiría más feliz si Dios hubiera colocado orcos, hobbits, anillos de poder, enanos y dragones en las páginas de la historia? ¿Me sentiría completamente realizado en una tierra llena de criaturas fantásticas, con árboles que hablan, elfos que cantan, enanos que refunfuñan y dragones con aliento de fuego volando por encima de mi cabeza? Mi respuesta solía ser «sí».
En este mundo imaginado, la vida normal no existiría y no pasaría tanto tiempo usando mi teléfono. En momentos en los que me sinceraba pensaba que la vida sería más emocionante, más heroica, más vibrante con ese «algo» que me faltaba y que ya sabía que no lo iba a encontrar aquí. Pero «allí» —si es que dicho «allí» se pudiera hacer realidad— encontraría lo que había estado buscando.
Mientras reflexionaba acerca de mundos mejores que el que Dios ha hecho, y de una vida más plena que la que Dios nos ha dado, me asaltó la tentación de sentirme insatisfecho por los deseos que no puedo materializar. Y esta tentación es común a todos nosotros porque todos los corazones humanos son propensos a crear sus propios mundos imaginarios. En un mundo, se encuentra la esposa perfecta. En otro, el médico te confirma que vas a tener un hijo. Y en otro, la voz amada del ser querido que te arrebató la muerte vuelve a pronunciar tu nombre. Cada uno de ellos te atrae como aquel antiguo mundo donde el hombre comió del fruto prohibido esperando llegar a ser como Dios.
Todos tenemos fantasías que nos tientan a escaparnos de la vida tal y como Dios la ha concebido, y correr hacia una vida diferente creyendo que nos va a satisfacer. Y pensamos que en dichos mundos nuestro bullicioso anhelo por una vida más alta se acallaría para siempre.
¿Y si viviéramos en un mundo lleno de dragones?
Si pudieras llegar a vivir en un mundo donde los dragones vagasen con libertad, compartirías mi misma conclusión: la verdadera felicidad se encuentra en un mundo que no tenemos. ¿Qué es lo que hace que tantas personas se crean esta mentira? Nuestros mundos imaginados no suelen hacerse realidad. Nos pasamos la vida entera persiguiendo una sombra a la que nunca alcanzaremos. Si realmente hubiéramos encontrado a ese cónyuge perfecto, si nuestro médico hubiera confirmado el embarazo, si hubiéramos podido escuchar de nuevo la voz de ese ser querido llamándonos cariñosamente por nuestro nombre, es posible que fuéramos más felices, pero no seríamos completamente felices. Incluso si todos nuestros sueños se hicieran realidad, seguiríamos preguntándonos: «¿Hay algo más?».
C. S. Lewis recalca esta realidad después de experimentar su propia tentación de desear otro mundo. Al parecer, Sir Arthur Conan Doyle —el autor de Sherlock Holmes— afirmó haber fotografiado a un hada. Considerando que las hadas fueran parte natural de la tierra, dice:
Una vez que tu hada, tu bosque encantado, tu sátiro, tu fauno, tu ninfa del bosque y tu pozo de la inmortalidad se hubieran convertido en realidad y, en medio de todo el interés científico, social y práctico que el descubrimiento despertaría, el «dulce deseo» desaparecería, cambiaría de lugar, como el canto del cuco o el final del arco iris, y ahora nos llamaría desde una colina mucho más lejana (prefacio de El regreso del peregrino, p. 236).1
El «dulce deseo» siempre se haya más allá del horizonte. Cuando se encuentra lo esperado, el dulce —y bullicioso— deseo no se satisface, sino que cambia de lugar. Encontrará otra colina desde la que llamarte. Con el tiempo, volveríamos a partir hacia otra colina, en otro mundo, hacia un lugar mejor.
Pon a prueba el corazón del hombre con nuevos y maravillosos placeres, permite que materialice lo imaginado, y siempre necesitará más. Dios ha escrito un mensaje sobre todos los pozos reales —e imaginarios— de esta vida: «Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed» (Jn 4:13).
Hombres que lo han tenido «todo»
Esto es un hecho confirmado por los pocos hombres que han vivido para conseguir lo que perseguían. Tienen la esposa supermodelo, la aclamación y la celebridad, el dinero y la trayectoria que deseaban y, sin embargo, acaban diciendo lo que dijo Tom Brady: «Tiene que haber algo más».2
O llegan a la misma conclusión que el «príncipe de los placeres», el rey Salomón, quien después de probar las cosas más exquisitas que este mundo puede ofrecer con la misma facilidad que nosotros probamos muestras de comida en nuestros supermercados habituales, las encontró a todas vanas e insuficientes.
Salomón entregó su corazón a los placeres exóticos que la mayoría de nosotros pasa su vida persiguiendo (Ecl 2:1). Entregó su corazón a la risa y la diversión (v. 2), al vino y la necedad (v. 3), a las obras asombrosas (4), a la belleza de la naturaleza (vv. 5-7) y a los siervos para que satisficieran todas sus necesidades (v. 7). Todo lo que deseaba, lo poseía (v. 10). Llenó las salas del tesoro de plata y oro, contrató cantores para que le deleitaran con sus canciones, y llenó su palacio de hermosas concubinas para que lo satisficieran sexualmente (v. 8, LBLA). Como el rey grandioso que fue, no negó a sus «ojos ninguna cosa que desearan», ni apartó su «corazón de placer alguno» (v. 10).
Salomón viajó hasta el final del arco iris, probó los manjares más selectos de la tierra, pero nada satisfizo su corazón. Este rey nos dejó un libro entero resumido en tres palabras inquietantes que describen todos los pozos de agua bajo el sol: «todo es vanidad» (Ecl 1:2). Subrayó que todo es como intentar atrapar al viento, y que tan solo se consigue vanidad y fatiga. Todo, por supuesto, menos una vida vivida para Dios (Ecl 12:13-14).
Lo que amamos y anhelamos fuera de Dios nos dejará insatisfechos al final porque Dios ha formado así el corazón humano: «El que ama el dinero, no se saciará de dinero; y el que ama el mucho tener, no sacará fruto» (Ecl 5:10). Lo que amamos nos fallará si ponemos en ello nuestra esperanza: «y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin» (Ecl 3:11).
No hay otro río donde satisfacernos
Comenzamos con una pregunta: ¿Y si viviéramos en un mundo donde hubiera dragones? O, en otras palabras, ¿nos llevarían nuestros mundos imaginados —un mundo de hadas, duendes y deseos concedidos— a ese refrescante río de suprema satisfacción?
No, no lo harían. Incluso en un mundo donde hubiera dragones, el corazón humano se volvería indiferente, bostezaría lleno de aburrimiento y se preguntaría: «¿Es esto todo?».
Solo el cristianismo explica por qué nuestros mejores sueños en busca de la satisfacción fracasan inevitablemente: los mayores sueños del hombre no pueden alcanzar su dimensión como criatura hecha a la imagen de Dios. Está creado para tener comunión con algo más grande que los árboles gigantes que hablan; hecho para dominar algo más grande que los propios dragones. Está creado para Dios (Col 1:16), y recreado y perdonado a través de Cristo para relacionarse con Dios y disfrutarlo. El hombre redimido está destinado a reinar con Cristo por toda eternidad (Ap 5:10). El ser humano nunca encontrará la felicidad duradera al margen de su Señor. Los pámpanos existen para estar unidos a la vid; y solo Jesús es la Vid verdadera (Jn 15:1). Cualquier pámpano que no permanezca en él, se secará, será echado al fuego y arderá (Jn 15:6).
Permíteme acabar usando una historia de la imaginación de Lewis. Imagínate que tú mismo estás ante el León junto a su río de agua de vida eterna y satisfacción, mientras te dice que no hay ningún otro río:
—¿No tienes sed? —preguntó el León.
—Me estoy muriendo de sed —exclamó Jill.
—Entonces, bebe —dijo el León.
—Hum, ¿te importaría alejarte mientras bebo? —contestó Jill.
El León se le quedó mirando fijamente y dejó escapar un leve gruñido. Al contemplar aquella corpulenta masa inmóvil, Jill comprendió que si le hubiera pedido a la montaña que se hiciera a un lado para su comodidad, le habría dado el mismo resultado. El delicioso murmullo del río la estaba desesperando.
—Me prometes que no me… harás nada si me acerco? —preguntó Jill.
—Yo no hago promesas —dijo el León. Jill tenía tanta sed que, sin darse cuenta, se había acercado un paso más.
—¿Te comes a las niñas? —preguntó.
—Me he tragado niñas y niños, mujeres y hombres, reyes y emperadores, ciudades y reinos —afirmó el León. Y no lo dijo como vanagloriándose, ni como si se arrepintiera, ni como si estuviera enojado. Simplemente lo afirmó.
—No me atrevo a ir y beber —murmuró Jill.
—Entonces, morirás de sed —dijo el León.
—¡Oh, vaya! —exclamó Jill, acercándose otro paso. Supongo que tendré que ir a buscar otro río.
—No hay otro río —respondió el León (La silla de plata, pp. 22-23).3
1. Las citas del libro El regreso del peregrino no han sido tomadas de la edición en español, sino que han sido traducidas directamente del original en inglés. (N. del T).
2. Tom Brady es considerado por una amplia mayoría el mejor jugador de fútbol americano de la historia. En una entrevista después de ganar el tercero de sus siete anillos de campeón de la Super Bowl declaró que a pesar de sus logros aún seguía pensando que tenía que haber algo más en la vida que lo que él había alcanzado. (N. del T.).
3. Las citas del libro La silla de plata no han sido tomadas de la edición en español, sino que han sido traducidas directamente del original en inglés. (N. del T.).
Greg Morse es escritor de desiringGod.org y graduado de Bethlehem College & Seminary. Él y su esposa, Abigail, viven en St. Paul con su hijo e hija.