Resulta prácticamente imposible ser exagerado
respecto del lugar central que ocupa la fama
de Dios a la hora de incentivar a la iglesia
en su misión.
Cuando el mundo de Pedro quedó de cabeza por de
la visión de los animales impuros que relata
Hechos 10 y por la lección que Dios le dio
acerca de evangelizar tanto a gentiles como a
judíos, él regresó a Jerusalén y le dijo a los
apóstoles que todo esto se debía al celo de Dios
por su nombre. Lo sabemos porque Jacobo resumió
el discurso de Pedro en estas palabras:
«Varones hermanos, oídme. Simón ha contado cómo
Dios visitó por primera vez a los gentiles, para
tomar de ellos pueblo para su nombre»
(Hechos 15:14).
No es de extrañarse que Pedro haya dicho que el
propósito de Dios era reunir un pueblo para su
nombre, ya que algunos años antes Jesús había
tocado el corazón de Pedro dándole una lección
inolvidable.
Recordemos la escena en la que, luego de que un
joven rico se alejara de Jesús y se negara a
seguirlo, Pedro le dijo a Jesús: «He aquí,
nosotros (a diferencia de este joven rico) lo
hemos dejado todo y te hemos seguido; ¿qué, pues,
recibiremos?» (Mateo 19:27). Jesús le respondió
con una leve reprensión, con la que en efecto
intentaba advertir que no existe sacrificio
supremo para quienes viven por el nombre del Hijo
del Hombre: «Y todo el que haya dejado casas, o
hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos
o tierras por mi nombre, recibirá cien veces más,
y heredará la vida eterna»
(Mateo 19:29).
La verdad es clara: Dios está persiguiendo, con
gozo omnipotente, el propósito mundial de reunir
de toda tribu, lengua y nación un pueblo para su
nombre (Apocalipsis 5:9, 7:9). Él tiene un
entusiasmo inagotable porque su fama sea difundida
entre las naciones.
Por lo tanto, cuando nuestros sentimientos entran
en armonía con los suyos y, por causa de su nombre,
renunciamos a ir en pos de los placeres mundanos
y nos unimos a él en su propósito global, el
compromiso omnipotente de Dios por su nombre nos
invade y no podemos salir perdiendo, a pesar de que
podamos atravesar muchas tribulaciones
(Hechos 9:16; Romanos 8:35-39).
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