«Nuestra causa nunca está tan en peligro como cuando un humano, que ya no desea pero todavía se propone hacer la voluntad de nuestro Enemigo, contempla un universo del que toda traza de Él parece haber desaparecido, y se pregunta por qué ha sido abandonado, y todavía obedece» (p. 50).1
Puede que esta breve frase al final de la octava carta del libro Cartas del diablo a su sobrino no me haya cambiado tanto la vida como han hecho otras frases, pero sin duda me ha servido para mantenerme en la fe. Me he dado cuenta de ello recientemente, al ver la frecuencia con la que uso dicha frase. La cito dos veces en mi libro acerca de Narnia y, siempre que doy una charla acerca de C. S. Lewis, hago referencia a ella (incluso cuando no lo tenía previsto). Dichas palabras salen con frecuencia de mi boca en las sesiones de consejería con estudiantes o miembros de nuestra iglesia. Y, lo que es más importante, sé que a menudo me las recuerdo a mí mismo en medio de los tiempos de sequía.
La ley de la Ondulación
La frase aparece en una carta que Escrutopo escribe a Orugario acerca de «la ley de la Ondulación».
«Ondulación» es una palabra elegante para «flujo oscilante». La ley de la Ondulación hace referencia a una característica permanente de la vida humana en nuestra condición mortal. Escrutopo se refiere burlonamente a los humanos como anfibios, criaturas con un pie en el mundo espiritual —como los ángeles— y otro en el mundo material (como los animales). Como espíritus pertenecemos al mundo eterno, pero como animales habitamos en el tiempo.
Mientras que nuestros espíritus pueden orientarse hacia un objeto eterno, nuestros cuerpos, pasiones y fantasías están cambiando constantemente. El resultado es la ondulación: «el reiterado retorno a un nivel del que repetidamente vuelven a caer, una serie de cimas y simas» (p. 48). En todos los ámbitos de nuestra vida, los periodos de riqueza emocional y vitalidad corporal alternan regularmente con periodos de sequedad, monotonía, aletargamiento y pobreza.
Cimas y simas
Escrutopo explica por qué Dios ha sujetado a los seres humanos a la ley de la Ondulación. Básicamente, Dios quiere llenar el universo de pequeñas réplicas de sí mismo. Pretende que nuestra vida como portadores de su imagen sea una participación voluntaria de su propia vida plegando libremente nuestras voluntades a su voluntad. Dios quiere que estemos unidos a él y, que al mismo tiempo, seamos distintos de él.
Los puntos bajos, especialmente los espirituales, sirven a este propósito mayor. A veces, en la vida cristiana, Dios hace que su presencia se manifieste y se sienta. Se nos acerca de forma personal, haciendo que nuestras emociones se colmen de dulzura y nos empodere para triunfar más fácilmente sobre la tentación. En dichas ocasiones, la obediencia fluye de nosotros como si fuera el río de un manantial vivo, y la oración se convierte en algo tan cotidiano como la respiración. La presencia de Dios inunda nuestras vidas de manera totalmente natural. Estas son las cumbres, las cimas de la vida cristiana.
Pero luego vienen los valles, las simas. Dios se retira, no de manera real, sino de nuestra experiencia consciente, de nuestra realidad palpable. Y al hacerlo, elimina el apoyo emocional y los incentivos espirituales que hacían que la obediencia fuera tan natural y fácil. En esos tiempos, Dios nos llama a cumplir con nuestros deberes sin la riqueza emocional y el disfrute que proporciona la manifestación de su presencia (aunque no sin su gracia sustentadora). Y al hacerlo, crecemos convirtiéndonos en criaturas cuyas voluntades se van conformando más plenamente a la suya.
El deseo frente a la intención
Esto nos lleva a la frase que me ayuda en mi fe: «Nuestra causa nunca está tan en peligro como cuando un humano, que ya no desea pero todavía se propone hacer la voluntad de nuestro Enemigo, contempla un universo del que toda traza de Él parece haber desaparecido, y se pregunta por qué ha sido abandonado, y todavía obedece» (p. 55). Vamos a dividirla en partes para entenderla mejor.
Lewis hace aquí una distinción entre desear hacer la voluntad de Dios, y tener la intención de hacer la voluntad de Dios. Esta distinción es producida por la ley de la Ondulación. Es difícil hacer la voluntad de Dios cuando estás en la sima. Es pesado y agobiante porque no sentimos la dulzura emocional de la presencia de Dios.
En dichos momentos, nos sentimos divididos en nuestro interior. Por un lado, no tenemos el deseo de obedecer. Este es el nivel de las pasiones, esas reacciones casi instintivas e intuitivas ante la realidad que están estrechamente ligadas a nuestro cuerpo. En ese nivel, no sentimos ningún deseo de hacer la voluntad de Dios porque Dios está aparentemente ausente. No sentimos su presencia y, por tanto, nuestras pasiones —es decir, nuestros deseos— no se despiertan. Pero por otro lado —el de la razón y la voluntad—, existe la intención. Este nivel es más alto —o quizá más profundo— que el de las pasiones. Aquí tenemos un compromiso profundo y fundamental, incluso un deseo profundo, fundamental y perdurable de hacer la voluntad de Dios.
En esos momentos, somos como Cristo en Getsemaní, diciendo: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». «No es mi voluntad» —es decir— «no quiero hacer esto; no deseo beber esta copa». Sin embargo, a un nivel más profundo Jesús dice: «Hágase tu voluntad». Es decir: «Todavía tengo la intención de hacer tu voluntad, y esta intención refleja un deseo en mi corazón que es más fuerte y más profundo».
La brecha entre el querer y el deber
Lewis expresa esta división en otra parte, en una conversación acerca de la oración en Cartas a Malcolm.2 La oración, señala: «es fastidiosa. Nunca es mal recibida una excusa para omitirla» (p. 127). Y esto nos inquieta profundamente, ya que fuimos creados para glorificar a Dios y disfrutar de él para siempre. «Qué se puede hacer por un rosal —o que deberíamos hacer con él— al que disgusta dar rosas? Debería querer darlas?» (p. 127).
Lewis dice que «Si fuéramos perfectos, orar no sería un deber, sino un gozo» (p. 128). Lo mismo ocurriría con todas las demás actividades que clasificamos como deberes. De hecho, la categoría de lo que debemos hacer se crea precisamente por esta brecha entre nuestros deseos espontáneos y nuestras obligaciones reales. En otras palabras, la distancia entre lo que deseamos hacer y lo que debemos hacer es lo que crea toda la categoría del esfuerzo moral.
Sin embargo, Lewis insiste en que el deber existe para ser trascendido. «Los ángeles no han conocido jamás (desde dentro) el significado [y la fuerza] de la palabra deber» (p. 129). Algún día, si Dios quiere, también nosotros viviremos más allá del deber. Las oraciones y el amor a Dios y al prójimo fluirán de nosotros «tan naturalmente […] como el canto de la alondra o la fragancia de una flor» (p. 129). Hasta entonces, sin embargo, vivimos en el reino del deber, en el que nuestros deseos y nuestras obligaciones están frecuentemente divididas.
Lewis tiene palabras de ánimo para nosotros:
Tengo la opinión de que las que nos parecen ser las peores oraciones pueden ser realmente, las mejores a los ojos de Dios. Me refiero a aquellas que apenas están asistidas por un sentimiento piadoso y que contienden con una fuerte desgana. Tal vez estas oraciones, por ser casi totalmente voluntad, vengan de un nivel más profundo que el sentimiento (pp. 130-131).
Y a esta frase debemos añadir que, aunque vengan de un nivel más profundo que el sentimiento, nunca vienen de un nivel más profundo que la gracia de Dios.
¿Abandonado por Dios?
Volviendo a Cartas del diablo a su sobrino, lo que con frecuencia sofoca nuestros deseos es que «contempla[mos] un universo del que toda traza de Él parece haber desaparecido». La palabra «parece» es crucial. En realidad, nunca desaparece toda traza de él. Todo a nuestro alrededor da continuamente testimonio de su Creador. Los cielos «proclaman» perpetuamente la gloria de Dios (Sal 19:1, LBLA).
Pero cuando estamos deprimidos, nuestra percepción disminuye. La forma en la que sentimos la realidad, frecuentemente no concuerda con la realidad. Y así, Dios «parece» haber desaparecido. Este parecer es poderoso. No debemos subestimar el poder de los «pareceres», de las cosas que son aparentes. Pero tampoco debemos permitir que nuestros «pareceres» cotidianos —ni siquiera los permanentes— sean los que dicten nuestras acciones. Lewis nos muestra un camino mejor.
Si estás en la sima, reconócelo
¿Qué debe hacer el creyente cuando se encuentre en la sima? Ser honesto. Si estás en la sima, reconócelo. Ponle nombre a tu valle. Si Dios parece ausente, dilo. ¡Exteriorízalo!.
Y lo que es más importante, díselo a Dios. El paciente de Escrutopo «se pregunta por qué ha sido abandonado». Dirige su clamor a lo alto, al Dios que parece haberle abandonado. Y, al hacerlo, sigue una gran tradición bíblica.
¿Hasta cuándo, Señor? ¿Me olvidarás para siempre? ¿Hasta cuándo esconderás tu rostro de mí? (Sal 13:1).
¿Por qué te escondes en tiempos de angustia? (Sal 10:1).
Oh, Señor, ¿por qué desechas mi alma? ¿Por qué escondes tu rostro de mí? (Sal 88:14).
Ante la ausencia divina, los santos fieles claman a Dios y le suplican: «¿Por qué?», «¿Hasta cuándo?» y «¡Levántate, Señor!». Se hacen eco de Jesús en la cruz, que a su vez se hizo eco del salmista: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27:46; Sal 22:1). Así reluce la fe cuando se encuentra en la sima.
El clamor de desesperación y confusión es la propia fe ante la —aparente— ausencia divina. Por eso Lewis sostiene que las oraciones ofrecidas en épocas de sequía le agradan a Dios de manera especial. Sin el apoyo de la rica calidez de la presencia divina, carentes de la dulzura emocional de las cumbres, estas oraciones provienen de lo más profundo del alma, del centro de nuestro corazón, allí donde residen nuestros anhelos y compromisos más profundos y perdurables.
«Y todavía obedece»
La oración alcanza su punto álgido con estas tres palabras finales: «y todavía obedece». En ausencia de un deseo apasionado, ante el aparente abandono de Dios, el creyente fiel sigue obedeciendo. La falta de la presencia de Dios nunca es una excusa para el pecado. La pobreza de nuestros sentimientos, la sequedad y el aletargamiento, nunca pueden servir para justificar la desobediencia.
Y, no te equivoques, esa es la estratagema demoníaca cuando te encuentras en el valle: aprovecharse de que estás experimentando la ausencia de la presencia de Dios para hacer que lo abandones por completo. Por eso la causa de Satanás nunca está más en peligro que cuando todo apoyo emocional ha sido suprimido y, aún así, nos aferramos a Jesús. Si nosotros, lejos de anhelar hacer la voluntad de Dios y con la falta de su presencia asfixiándonos, todavía nos aferramos a Jesús y buscamos caminar en la luz, ¿qué más puede hacer el diablo?
Más aún, esa obediencia fiel, a lo largo del tiempo y a través del valle de las sombras, es con frecuencia el camino hacia nuevas experiencias de la presencia de Dios. Como dijo el héroe de Lewis, George MacDonald: «La obediencia es la que abre los ojos». La fidelidad ante la ausencia de la presencia del Maestro conduce al placer de volver a la presencia del Maestro. Y así nos recibirá nuestro amado Jesús: «Bien [hecho], buen siervo y fiel; sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré; entra en el gozo de tu señor» (Mt 25:21).
1. Lewis, C. S.: Cartas del diablo a su sobrino, (Alcalá, Madrid: Ediciones Rialp, 2004).
2. Lewis, C. S.: Si Dios no escuchase: Cartas a Malcolm, (Alcalá, Madrid: Ediciones Rialp, 2004).
Joe Rigney es presidente de Bethlehem College & Seminary y maestro de desiringGod.org. Es esposo, padre de tres hijos y pastor de la Iglesia Cities. Su libro más reciente es More Than a Battle: How to Experience Victory, Freedom, and Healing from Lust.