La verdadera ética protestante

Ya incluso en vida, muchos le consideraron «el primer hombre americano». La lista de sus logros es asombrosa: primero como editor y redactor, luego como científico e inventor y, finalmente, como filósofo y político. Polifacético de pura cepa, fundó no solo la Universidad de Pensilvania, sino también el primer Cuerpo de Bomberos de Filadelfia. Estamos hablando de Benjamin Franklin (1706-1790).

Franklin nació dos años después de Jonathan Edwards, pero le sobrevivió más de tres décadas, ¡y aprovechó al máximo su tiempo extra! Inventó los bifocales, el pararrayos y la estufa Franklin. Sirvió como embajador en Francia. Recordado como «padre fundador» de EE. UU., promovió que colonias dispares se unieran e, incluso, fue el primer Director General de Correos.

Según su biógrafo, Walter Isaacson, Franklin fue «el estadounidense más dotado de su época y el más influyente anticipando el tipo de sociedad en la que se convertiría EE. UU.» (Benjamin Franklin, p. 492). La labor de Franklin fue aparentemente infatigable.

Más de cien años después, todavía recordado por su actividad y sus logros, Franklin fue considerado por el filósofo alemán Max Weber —1864-1920— el parangón de lo que él llamaba «la ética del trabajo protestante».

Weber estaba seriamente equivocado.

Rechazando a Weber

Weber, que hizo famosa la frase «ética protestante» en su libro de 1905, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, veía a Franklin como «un ejemplo casi perfecto de cómo el protestantismo, despojado de su naturaleza doctrinal, fomentó el capitalismo moderno» (Thomas Kidd, Benjamin Franklin, p. 3). Al igual que el economista escocés Adam Smith —1723-1790—, Franklin se crió en un hogar protestante y calvinista, donde aprendió la diligencia, la frugalidad y el trabajo duro que caracterizaba a dicha denominación. Sin embargo, la ética de Franklin —escribe Kidd— llegó a estar «desvinculada de toda conexión directa con las creencias religiosas», ya que «desechó la ortodoxia cristiana» (pp. 3-4).

En los albores del s. XX, Weber vio la aversión de Franklin a la ortodoxia como una ventaja para tenerlo como modelo. Weber quería la productividad protestante sin los inconvenientes de la doctrina protestante. Su error, sin embargo, fue doble: en primer lugar, puso una etiqueta doctrinal a una ética vaciada de doctrina; en segundo lugar y, lo que es peor, su comprensión de lo que significa ser «protestante» estaba completamente equivocada. La ética protestante vacía de doctrina de Weber separó el fruto de la raíz y, como propina, también entendió mal la raíz.

A los ojos de Weber, la ética protestante de Franklin era una mejora de la ética que la doctrina particular de sus antepasados sostenía y que, según él, buscaba demostrar a través del trabajo duro que los que así se conducían habían sido elegidos para la salvación. Tal y como escribió John Starke en 2012 respondiendo al mismo error que seguía apareciendo en The New York Times: «Desafortunadamente, el libro de Weber multiplicó los mitos acerca del protestantismo, el calvinismo, la vocación y el capitalismo. Hasta la fecha, son muchos los que creen que los protestantes trabajan duro para evidenciar que son salvos».

Es posible que Weber conociera a algunos autoproclamados protestantes, calvinistas o puritanos que acentuaran esta idea errónea, pero lo que no es para nada posible es que las Escrituras, y el movimiento protestante y sus portavoces, enseñen este concepto. La esencia de la Reforma fue la justificación solo por la fe, y nos irá mucho mejor que a Weber y, a cualquier heredero actual de su concepto erróneo, si tomamos nuestro concepto de laboriosidad de las fuentes de esta doctrina.

De la fe, al trabajo

Weber observó algo correctamente. La Teología Protestante no solo cambió la iglesia, sino también el mundo. El hecho de que Dios nos acepta plenamente solo por la fe, promovió la laboriosidad. El redescubrimiento de la justificación paulina produjo una ética de trabajo duro y manifiestamente fructífero. Pero Weber no supo explicar con exactitud el porqué. Vio en Franklin a un hombre prodigiosamente productivo, y pensó que a lo mejor la ética protestante podría sobrevivir sin su doctrina. Pero Weber pasó por alto el hecho de que Franklin se basó en una educación impregnada de dicha doctrina, y tampoco entendió por qué exactamente fue Franklin tan productivo.

Las dos categorías que la Reforma protestante desempolvó fueron el llamado «principio formal» de autoridad suprema —solo las Escrituras como autoridad final por encima de todas las autoridades humanas, incluidos los papas y los concilios—, y el llamado «principio material» —cómo los seres humanos se reconcilian con Dios— o, lo que es lo mismo, la justificación solo por la fe en vez de por las obras humanas; por muy justas y buenas que sean. Los protestantes no creemos de ninguna de las maneras que nuestro trabajo asegure el favor de Dios, ni que la prueba de nuestra elección sea una fuerte motivación para trabajar, sino que, Dios, en su gracia, declara a los impíos justos ante él solo por la fe, sobre la base de la vida perfecta de Cristo, su muerte sacrificial y su victoriosa resurrección.

Para los protestantes, lo que la Biblia enseña clara e inequívocamente acerca del trabajo es que la labor de nuestras manos no puede hacernos aceptos delante de Dios. El esfuerzo y el empeño humano, por muy impresionantes que sean en comparación con los de nuestros iguales, no pueden lograr la aceptación y el favor del Todopoderoso. La aceptación plena y definitiva de Dios —lo que llamamos justificación— se recibe «siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús» (Ro 3:24), no por nuestro trabajo, ni siquiera por las obras que Dios nos ordena realizar (Ro 3:28). La elección de Dios de su pueblo «no depende del que quiere, ni del que corre, sino de Dios que tiene misericordia» (Ro 9:16), y por eso, apropiadamente, la aprobación y aceptación total y conclusiva de su pueblo es a través de creer en él, no de trabajar para él (Ro 4:4-5; 2 Ti 1:9; Tit 3:5).

La fe cristiana —entendida correctamente, basada en la justificación solo por la fe— es el mayor descanso del trabajo humano que existe en el mundo. Jesús invita a todos los que están «trabajados y cargados» a venir a él para recibir el don de su descanso (Mt 11:28). Y, entonces, desde ese descanso, Dios nos proporciona a través de su Espíritu Santo una extraordinaria —y a veces, sobrenatural— ambición para derramar toda la energía que tenemos buscando el bien de los demás.

Para argumentar que el trabajo duro y la justificación solo por la fe no están reñidos, a los protestantes nos encanta señalar que la mayor parte de la enseñanza bíblica acerca de ambos temas proviene de la misma voz: el apóstol Pablo.

Liberados para amar, y trabajar

Al venir a Cristo con fe, recibimos otro don aparte de la justificación: «el Espíritu Santo de la promesa» (Ef 1:13). El Espíritu no solo produce en nosotros la fe por la que somos justificados, sino que nos da una nueva vida en Cristo, nuevos deseos, nuevas inclinaciones, nuevos instintos, nuevos amores. La obra del Espíritu Santo produce que nuestra entrada en el descanso de la dulce justicia no nos haga ociosos o perezosos. Más bien, dice Pablo, el Espíritu comienza a hacernos «celosos de buenas obras» (Tit 2:14),  y dispuestos a hacer el bien (2 Ti 2:21; 3:16-17; Tit 3:1-2), ocupándonos en toda buena obra para bien de los demás (Tit 3:8, 14), tanto en la familia de la fe como fuera de ella.

La recuperación por parte de la Reforma de dicho descanso final para el alma produjo una clase diferente de personas. No personas perezosas y apáticas, sino unas con nueva energía y libertad, nueva visión y esperanza, nuevas iniciativas, nueva libertad del yo, y nuevos deseos de gastarse por el bien de los demás (lo cual, en resumen, podríamos llamar amor). Si existe una ética del trabajo que podamos llamar propiamente protestante, es esta.

Llena tu trabajo de doctrina

Donde Weber deseaba un «protestantismo despojado de su naturaleza doctrinal», William Wilberforce (1759-1833), un siglo antes de Weber y, mucho más cercano a la cosmovisión de Franklin, quería exactamente lo contrario que Webber. Wilberforce entendió que era precisamente la doctrina protestante la que alimentaba el fuego de su ética del trabajo. Si le quitamos el combustible, el motor se para. Como observa John Piper:

La fuerza de Wilberforce radicaba en una profunda lealtad bíblica a lo que él llamaba las «doctrinas particulares» del cristianismo. Estas, decía, dan lugar, a su vez, a verdaderos afectos […] por las cosas espirituales, que, a su vez, rompen el poder del orgullo, la codicia y el miedo y, a continuación, producen una moral transformada que, a su vez, conduce al bienestar político de la nación.

Y lo que Wilberforce quería decir con «doctrinas particulares» era, en esencia, el protestantismo: «la depravación humana, el juicio divino, la muerte vicaria de Cristo en la cruz, la justificación solo por la fe, la regeneración por el Espíritu Santo y la necesidad práctica del fruto en una vida dedicada a las buenas obras». Como en cada generación, en esta hora tenemos una gran necesidad de las doctrinas protestantes peculiares y particulares.

En el poder del Espíritu Santo, tales doctrinas no nos harán pasivos. Por el contrario, desencadenarán empuje y laboriosidad, nuevos deseos y sueños acerca de cómo amar de forma práctica al prójimo e, incluso, al enemigo. Las personas más valientes y abnegadas del mundo son las que saben que han sido reconciliadas con Dios por medio de Cristo.

Desde el gozo, y para el gozo

Una doctrina particular protestante tan completa, detallada, probada en el tiempo y con fundamento bíblico, llenará de significado y poder nuestro trabajo y nuestra llamada a servir. Y no solo «en el trabajo», sino en el hogar, en la iglesia y en la sociedad. Para los creyentes, el concepto de trabajo y labor se extiende mucho más allá del «trabajo diario» y de lo que otros nos pagan por hacer.

Por la fe, Cristo y el Cielo son nuestros. También es nuestra la eternidad. Incluso ahora mismo, tenemos el Espíritu Santo. Somos libres para amar y servir a los demás sin aprovecharnos de ellos, y somos libres para aprender la lección de que un día de trabajo duro trae más felicidad al alma que un día de pereza y entretenimientos.

Por tanto, trabajamos, sí, pero desde el gozo y para el gozo, con raíces mucho más profundas de las que nunca tuvo Franklin, y todo ello, lo hacemos para la gloria de Dios.

David Mathis

David Mathis

‎David Mathis es editor ejecutivo de desiringGod.org y pastor de ‎‎Cities Church‎‎. Es esposo, padre de cuatro hijos y autor de ‎‎Rich Wounds: The Countless Treasures of the Life, Death, and Triumph of Jesus‎‎ (2022).‎