«No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido» (Mt 7:1-2).
Ante los agravios y pecados de los demás —sus comentarios desconsiderados, sus tonos molestos, sus risas hirientes y sus informalidades—, qué natural resulta condenarlos en el tribunal de nuestra imaginación. Qué gratificante es escuchar a nuestro fiscal interior juzgar duramente sus palabras o acciones, y luego cerrar el caso antes de que la defensa pueda siquiera hablar.
Y qué fácil es olvidar que un día, el juicio que emitimos en contra de otros será emitido en contra nuestro, y la medida que usamos para evaluar a otros será usada para evaluarnos a nosotros. Un día estaremos de pie en ese tribunal que imaginamos, pero esta vez no será como juez, sino como acusado.
¿Cuántos correos electrónicos no enviaríamos, cuántos mensajes de texto borraríamos, cuántos pensamientos descartaríamos, cuántas palabras no diríamos, cuántas conversaciones serían modificadas y cuántos mensajes no leeríamos, si escucháramos la voz de nuestro Salvador decir con eterna solemnidad: «No juzguéis»?
Juicio injusto
Por supuesto, «No juzguéis» no significa lo que a algunos les gustaría que significara. Mateo 7:1 es el versículo favorito de todos aquellos que simplemente quieren vivir en el pecado sin que se les señale. Y estos rara vez leen el resto del capítulo, donde Jesús advierte respecto a los «perros», los «cerdos» y los «falsos profetas», y espera que los juzguemos por sus frutos (Mt 7:6, 15-20). Más raro aún es que lean Mateo 7 juntamente con Juan 7, donde Jesús manda: «No juzguéis según las apariencias, sino juzgad con justo juicio» (Jn 7:24).
El pensamiento crítico, el discernimiento y el «justo juicio» pertenecen a todo discípulo maduro de Cristo. Pero hay otra clase de juicio del que Jesús dice: «No juzguéis»; una clase de juicio producido en la factoría de nuestra carne no redimida, y que está marcado por la tendencia a (1) juzgar hipócritamente y (2) a juzgar sin misericordia.
Juzgar hipócritamente
«Déjame sacar la paja de tu ojo» (Mt 7:4). Nuestras palabras de juicio, ya sean habladas o simplemente pensadas, pueden parecer incuestionables, tal vez incluso amables. La verdad es que a veces vemos una paja en el ojo de alguien: algún pequeño patrón de pecado o imprudencia que nuestro hermano no ve. ¿Y acaso no apreciamos todos al amigo que nos señala las espinacas en los dientes o la etiqueta de la camisa que nos asoma por el cuello?
Pero espera un momento: «y he aquí la viga en el ojo tuyo» (Mt 7:4). El que señala las espinacas en nuestros dientes tiene kétchup en sus mejillas; el que descubre la etiqueta que se nos ha olvidado arrancar se olvidó ponerse los pantalones; el que nos quiere quitar la paja de nuestro ojo tiene un abedul en su ojo izquierdo. En otras palabras, es un «Hipócrita!» (Mt 7:5).
Los errores y aquello que nos molesta de los demás —es decir, su paja— tienen la facultad de hacer que quitemos el ojo del espejo y lo pongamos sobre una lupa. En el momento de la ofensa, cuán fácilmente muchos de nosotros asumimos, sin oración y con apenas tres segundos de reflexión, que nosotros somos los que detectamos la paja y los troncos en los demás, pero no aquellos que también las llevan. Escuchamos cuando nos dan una explicación sin recordar que nosotros hemos hecho un comentario exasperante; nos enfurecemos cuando nos recuerdan algo por tercer vez olvidando que nosotros no hemos explicado las cosas bien; nos ponemos rápidamente en el papel de fiscal negándonos a interrogarnos a nosotros mismos.
Los que juzgan «con justo juicio» no pasan por alto «la paja» de los demás sin decir nada, sino que dedican tiempo a escudriñar sus propios ojos antes de hurgar en los de los demás: «saca primero la viga de tu propio ojo, y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano» (Mt 7:5).
Juzgar sin misericordia
La hipocresía, por supuesto, nunca es amiga de la misericordia. Cuando pasamos más tiempo observando los pecados de los demás que los nuestros, nos cuesta tener el «espíritu de mansedumbre» del que habla Pablo (Gá 6:1). Insensibles ante nuestra propia y desesperada necesidad de recibir misericordia, nuestros juicios no curan, abren heridas y no las cierran.
Y «con la medida con que medís, os será medido», advierte Jesús (Mt 7:2). Pero cuando estamos ofuscados juzgando de manera injusta, a menudo usamos una medida para los demás, y otra para nosotros mismos. Las palabras cortantes de un cónyuge son pura crueldad, y ya está. Pero nuestras propias palabras hirientes están justificadas por las circunstancias, o al menos excusadas por el cansancio, el estrés, el hambre o la provocación. Siempre encontramos la manera de agrandar la paja de los demás hasta convertirla en un tronco, y de reducir nuestro propio tronco hasta convertirlo en una paja.
John Stott escribe lo siguiente: «el mandato no juzguéis no es una prescripción a ser ciegos, sino mas bien una exhortación a ser magnánimos».1 O como dice el apóstol Santiago: mostrar misericordia (Stg 2:13, LBLA). Pero juzgar generosa y misericordiosamente requiere esfuerzo y tiempo. Requiere un ojo que entiende la complejidad, una voluntad que concede el beneficio de la duda, una actitud que no piensa demasiado alto de sí misma y un corazón entregado a la oración. Pero claro, es mucho más fácil juzgar sin misericordia.
Los dos grandes juicios
Entonces, ¿cómo evitamos juzgar de forma hipócrita? ¿Cómo dejamos de lado nuestras valoraciones inmisericordes y no juzgamos, especialmente cuando nos enfrentamos a verdaderas ofensas? Debemos empezar por donde empieza Jesús en este pasaje y recordarnos que no somos en primer lugar el juez, sino el acusado. Y para ello, debemos vivir nuestra vida a la luz de los dos grandes juicios; uno pasado y otro por venir.
El juicio pasado
Todo creyente conoce algo de la experiencia que Pablo describe en Romanos 3:19:
Pero sabemos que todo lo que la ley dice, lo dice a los que están bajo la ley, para que toda boca se cierre y todo el mundo quede bajo el juicio de Dios.
En un momento u otro, estuvimos de pie, con la boca cerrada, ante el tribunal de Dios. Y allí, toda excusa fue desmantelada; toda defensa fracasó. Nos enfrentamos al santo, santo, santo Dios, y solo pudimos declararnos culpables.
Jesús era bien consciente de esta realidad cuando proclamó el Sermón del Monte. ¿De qué otra manera si no podríamos ser «pobres de espíritu» y «mansos»? ¿Cómo si no íbamos a «llorar» y «tener hambre y sed de justicia» (Mt 5:3-6)? Debemos recordar lo que se siente al ser pesado en la balanza y ser hallado falto. No deberíamos dejar de recordarlo. Como escribe Sinclair Ferguson: «Ser acallado ante el trono de Dios es una experiencia inolvidable. Se ve cada vez que hablamos con otros».2
Pero, por supuesto, no solo fuimos acallados ante el trono de Dios; también fuimos perdonados allí. El carbón encendido de la gracia de Dios tocó nuestros labios, diciendo: «es quitada tu culpa, y limpio tu pecado» (Is 6:7). La misericordia nos salió al encuentro en el tribunal de Dios, constriñéndonos a que nuestra boca no sea tan rápida en pronunciar palabras condenatorias.
Cuando recordamos el juicio por el que pasamos, el juicio injusto ya no sale de nuestros labios con tanta facilidad. El criminal perdonado no puede condenar a sus semejantes como lo hacía antes. La misericordia le ha tocado; y la misericordia no puede dejar de engendrar misericordia.
El Juicio venidero
A continuación, Jesús eleva nuestra mirada hacia el Juicio que está por venir:
No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados, y con la medida con que medís, os será medido (Mt 7:1-2; énfasis añadido).
Pronto llegará el día en que «todos compareceremos ante el tribunal de Cristo» (Ro 14:10): grandes y pequeños, ricos y pobres, famosos y desconocidos. ¿Y qué ocurrirá cuando estemos allí? La «medida» que aplicamos a los demás nos será aplicadas a nosotros.
Aquellos que han juzgado sin misericordia, de manera sistemática e impenitente, se enfrentarán al «juicio sin misericordia» (Stg 2:13). Sus juicios inflexibles se convertirán en evidencia de que nunca recibieron ni atesoraron la misericordia de Dios en Cristo y, por tanto, cosecharán los mismos juicios que sembraron.
Sin embargo, aquellos que han aprendido, a través de la gracia y de mucho arrepentimiento, a dar una «medida buena, apretada, remecida y rebosando» de misericordia, sorprendentemente, «no se[rán] juzgados» (Lc 6:37; Mt 7:1). ¡No serán juzgados en el Día del juicio! Solo la gracia del Cristo que cargó con la cruz pudo plasmar un pensamiento tan maravilloso.
Todos aquellos que se deleitan ahora en ese Juicio venidero no pueden evitar pensar y hablar de forma diferente. Y eso no significa desechar el discernimiento ni el pensamiento crítico, sino esforzarse, con la ayuda de Dios, por juzgar «con justo juicio» (Jn 7:24). Pero incluso cuando tienen que enfrentarse, reprender o sacar una paja del ojo ajeno, lo hacen como aquellos que una vez fueron llevados a Juicio, pero que ahora están vestidos con una misericordia eterna e inmutable.
1. Stott, John: El Sermón del Monte, p. 207 (Argentina: Ediciones Certeza, 1998).
2. Ferguson, Sinclair B.: La vida cristiana: Una introducción doctrinal, p. 53 (Moral de Calatrava, Ciudad Real: Editorial Peregrino, 1998).