El pecado no es tu identidad

«Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Co 5:21).

En el corazón de la fe cristiana hay un gran intercambio. El pueblo de Dios aportó su pecado, sus fracasos, su culpa, y los cambió por el perdón, por la alegría, por la justicia de Jesús, que conduce a la vida eterna. ¿Te has maravillado de esto recientemente?

Permíteme contar la historia de nuevo.

La Escritura describe al pueblo de Dios como una mujer que antes no tenía más que pecado y vergüenza (Ezequiel 16; Oseas 1). Sin embargo, de alguna manera, el justo Rey del cielo decidió buscarla para casarse. Ella era pobre, estaba desnuda y enferma sin esperanza de recuperarse. Ella yacía en su lecho de enferma, incapaz de levantarse; él estaba sentado en el trono del cielo, adorado por los ángeles. Ella se rebeló contra este Rey, maldiciéndolo en su pecado, a pesar de toda su incesante bondad y provisiones.

Lo último que esperaba —de hecho, lo último que buscaba— era el amor y el perdón que este Rey le aseguraría.

Él vino para convertirse en pecado

Desde el cielo, vino a buscarla. Vino a las antiguas ruinas del Edén, tomando un cuerpo humano y un alma para visitar los reinos caídos de su tierra.

Y aunque creó el mundo, el mundo no lo conoció. Yendo más allá, viajó incluso a Israel, su propio pueblo, y tampoco lo reconocieron. Enseñó entre ellos como nadie antes. Curó a los enfermos, expulsó a los demonios y resucitó a los muertos.

Al insinuar su identidad, los vigilantes espirituales de Israel no se sintieron aliviados ni cautivados, sino indignados y celosos. Lo rechazaron, se negaron a seguirlo, lo cuestionaron en todo momento, alborotaron al pueblo en su contra y, al final, lo crucificaron. Pero no sin su consentimiento. Él se entregó voluntariamente a la muerte, trayendo a su Esposa —todavía ignorante y muerta en el pecado— a la vida. Abrazó la ira que ella merecía. Se convirtió en pecado, en nuestro pecado, para que fuéramos perdonados.

¿Segundo intercambio?

Espero que hayas escuchado esa historia antes, me encanta escucharla una y otra vez. El cielo no tiene nada más grande que contar.

No obstante, mientras nos deleitamos con su generosidad, cobrando fuerzas para cada nuevo día, ¿olvidamos que se trata de un intercambio recíproco? En lo que a mí respecta, a menudo hago hincapié en lo que Jesús recibió por mí: la ira, el castigo, la muerte, el pecado, el abandono. Ante la cruz, canto con gratitud:

De la fe es el fundamento,

Salvación del pecador;

Nuestra Roca de sustento,

Es el nombre del Señor.

Por nosotros afligido,        

¡Nuestra culpa así borró!

Y jamás es confundido corazón que en Él confió.

Lo que es menos notorio, sin embargo, es lo que obtenemos a cambio más allá de la cancelación de nuestra deuda. C. R. Wiley observa:

La mayoría de los cristianos están familiarizados con la salvación como si se tratase de contabilidad, pero piensan en términos de una imputación única. Creen que nuestros pecados han sido imputados a Cristo y que por eso murió en la cruz, para poder pagar por ellos. Pero ahí es donde termina para ellos. Creen que la muerte de Cristo les ha dejado con un saldo en cero (Man of the House [Hombre de la casa], p. 111).

Pero fijémonos de nuevo en el versículo: «Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él» (2 Co. 5:21). Cristo no se limita a perdonar; no se limita a cancelar las deudas. Él nos justifica en tal grado que somos hechos  justicia de Dios. La vida perfecta de Cristo es nuestra, su perfecta obediencia nos es contada. Nuestras cuentas se llenan con las riquezas eternas de la perfección de Cristo.

Nuestra lucha del «todavía no»

Oh, creyente, aunque todavía le des muerte a la carne diariamente, y lleves una cruz a través de un mundo caído, recuerda que Cristo te ha hecho, en un sentido real y vivo, perfecto, ahora mismo.

Sí, sigues pecando, pero todos los pecados que cometerás han sido pagados en la cruz. «Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados» (He 10:14). Tu santificación continua, por muy lenta y ardua que sea, confirma una realidad extraordinaria: por la única ofrenda de Cristo, él ya te ha perfeccionado. Sentimos el «todavía no» de seguir luchando, pero ¿cuántas veces nos deleitamos en el «ya» de nuestra condición de santos ante Dios?

¿Por qué es importante esto en la práctica? Al darnos cuenta de nuestra posición en Cristo —la gran bendición que tenemos al no solo transferir el castigo de nuestros pecados a Cristo, sino recibir su vida perfecta—, sabemos que somos amados y aceptados antes de hacer grandes avances en la vida cristiana. Y reconocer esto nos permite dar los mayores pasos en la vida cristiana.

Como escogidos

Observemos cuidadosamente el orden de las palabras de Pablo en un ejemplo entre muchos otros:

«Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros» (Col 3:12-13).

Cuando Pablo nos ordena vestirnos de misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia y de amor, inserta una frase que tiene el peso de diez mundos: Vístanse, pues, como escogidos de Dios, santos y amados.

Revístete de estas virtudes —o, en otras palabras, simplemente «[vístete]  del Señor Jesucristo» (Ro 13:14)— como un escogido, uno ya santo y amado. Sigue procurando una vida digna del evangelio con esta base evangélica segura: Ya eres santo, ya eres amado por Dios. No tienes que esforzarte para ganar su amor o alcanzar su santidad. Cristo lo ha hecho por ti.

Perfeccionando la santidad

De este lado del gran intercambio, él te da la bienvenida antes de que continúes dando esos pasos en la humildad, la mansedumbre y el amor. No te revistes de Cristo para convertirte definitivamente en escogido, santo y amado, sino como respuesta a lo que Cristo realizó hace dos mil años. A medida que progresivamente vamos «perfeccionando la santidad en el temor de Dios» (2 Co 7:1), lo hacemos ya basándonos en las afirmaciones de que somos santos y amados en Cristo. Nuestro crecimiento en la vida cristiana consiste en crecer en lo que ya somos en unión con nuestro Salvador.

En efecto, en el corazón del cristianismo hay un gran intercambio, un intercambio doble. Cristo, nuestro gran Novio, se convirtió en nuestro pecado y cargó con la ira que merecíamos. Y a cambio, recibimos su vida perfecta y todo lo que justamente viene con ella: El amor de Dios, la vida eterna, las recompensas celestiales, la unidad entre nosotros, la comunión restaurada e inquebrantable con Dios. Somos ricos sin medida, teniendo a Dios mismo como nuestro tesoro, y esto nos capacita para vivir completamente para él.

Greg Morse

Greg Morse

‎Greg Morse es escritor de desiringGod.org y graduado de ‎‎Bethlehem College & Seminary‎‎. Él y su esposa, Abigail, viven en St. Paul con su hijo e hija.‎