Conversación inútil

Algunas personas han escrito bestsellers que documentan su entrada en el cielo. Afirman haber muerto y regresado para contarnos lo que vieron. Basta decir, que sus relatos rara vez concuerdan con los relatos de acontecimientos similares registrados en las Escrituras. Los que fueron llevados al lugar del trono —como Isaías, por ejemplo— no nos hablan de haber visto a sus seres queridos favoritos o de haber comido sus bocadillos preferidos.

«En el año que murió el rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono» (Is 6:1), comienza Isaías. Detalla cómo el borde del manto de este Rey llenaba todo el templo. Documenta seres poderosos encendidos en fuego, volando alrededor del trono del Rey, dando voces: «Santo, santo, santo, Jehová de los ejércitos». Los cimientos tiemblan al oír sus estruendosas voces (Is 6:1-4).

Isaías no suspira aliviado ni silba buscando a su perro perdido. Los ojos del trono lo atraviesan como espadas. El profeta, en respuesta, se maldice a sí mismo: «¡Ay de mí! que soy muerto» (Is 6:5).

Isaías se desmorona delante del Santo que lo conoce por completo: cada pecado, cada motivo retorcido, cada hecho secreto. Arroja el mazo sobre sí mismo e inmediatamente se declara culpable. ¿Sabía siquiera lo que era el pecado antes de este momento?

Y cuando Isaías ve a quien creo que es el Hijo preencarnado en el trono (Jn 12:41), se castiga principalmente por el uso de su lengua.

«¡Ay de mí! que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos» (Is 6:5).

Sus ojos ven al Santo Rey de Israel, el Dios de los ejércitos, y no corre a sentarse en su regazo, sino que cae postrado, confesando la maldad, no solo de su lengua, sino de las lenguas entre las que vivía en la tierra. Aquí no lamentó vivir en medio de un pueblo de inmoralidad sexual, de asesinatos o de idolatría. Lo que él había dicho, y lo que el pueblo había dicho, es decir, su conversación, lo horrorizó delante del Justo.

El pecado del habla ociosa

Si viéramos al Señor hoy, temeríamos por la inmundicia de nuestros labios. Haz tu propio inventario: palabras precipitadas, palabras maldicientes, palabras violentas, palabras lujuriosas, palabras blasfemas, palabras falsas, palabras mentirosas, palabras chismosas, palabras lisonjeras, palabras duras y denigrantes. ¿Cuántas ratas han salido de esa alcantarilla?

Pablo, al condenar a toda la humanidad ante Dios, cita los Salmos para acusarnos:

«Sepulcro abierto es su garganta; con su lengua engañan. Veneno de áspides hay debajo de sus labios. Su boca está llena de maldición y de amargura» (Ro 3:13-14).

Pero este es el Antiguo Testamento, podemos pensar. Isaías y los salmistas no conocían a Cristo como nosotros. Su Dios, de rayos y truenos, aún no había revelado plenamente su lado misericordioso.

Sin embargo, escucha lo que Cristo mismo dice:

«Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio» (Mt 12:36-37).

Al confrontar a los fariseos por blasfemar contra el Espíritu Santo, Jesús, partiendo de lo más pequeño a lo más grande, agrega una categoría a nuestras conversaciones pecaminosas: las palabras ociosas. Incluso las palabras irreflexivas —no solo las blasfemias contra el Espíritu Santo—  serán medidas y sopesadas. La gente dará cuenta de cada una. Todas ellas.  Millones y millones por boca. Registradas, recordadas y requeridas en el tribunal del Dios de Isaías.

Solo somos humanos después de todo

¿Qué son exactamente las palabras ociosas?

Las palabras ociosas son vanas, sin propósito, perezosas e inútiles. La palabra griega para «ocioso» (argos) se utiliza para describir a los hombres que vagan por el mercado cuando deberían estar trabajando (Mt 20:3-7), a las personas que van de casa en casa perdiendo el tiempo y causando problemas (1 Ti 5:13), a los cretenses que no hacen el bien que deberían (Tito 1:12). Las palabras ociosas deambulan improductivas, viajan causando problemas, se niegan a bendecir como deberían. Y daremos cuenta de cada una de ellas.

Tal vez, compartes mi respuesta de naturaleza caída: eso parece un poco excesivo. Solo somos humanos después de todo.

Pero como lo descubrió Isaías de primera mano, esa excusa no servirá. Cualquier pensamiento que había tenido antes de ver a este Dios, cambió en el momento en que compareció delante del trono. El profeta pronunció su propia sentencia de muerte. Cuando somos tentados a pensar que este estándar es demasiado duro, Juan Calvino nos dirige al lugar correcto:

Muchos ven esto [ser juzgados por cada palabra ociosa] como algo muy severo; pero si consideramos el propósito para el que nuestras lenguas fueron hechas, reconoceremos que esos hombres son justamente culpables por consagrarlas a tonterías insignificantes, y prostituirlas para tal fin.

Cada uno dará cuenta por la razón que cita Calvino: nuestras lenguas fueron hechas para propósitos gloriosos.

Fuente de vida

Soy tentado a tener bajas expectativas del juicio porque tengo una baja visión de las palabras, una visión que Jesús no comparte. Él examinará nuestras palabras ociosas con nosotros porque espera que nuestras palabras sean útiles, que reflejen un efecto piadoso, que estén sazonadas con sal, que den gracia a nuestros oyentes.

Evitar la blasfemia, la calumnia y la mentira es un objetivo demasiado pequeño para una boca humana. Las palabras tontas y ociosas también hieden como palabras pecaminosas porque todas nuestras palabras deben ser dignas de ser pronunciadas. Deben obrar para el bien, producir frutos, buscar el beneficio de los demás, y mantenerse en un incansable apoyo a la gloria de Dios. Cada boca, a la que se le ha dado poder de vida y muerte (Pr 18:21), debe rebosar de vida, y de las palabras de vida eterna de Dios, aunque los oyentes solo oigan la muerte.

Solamente los corazones redimidos y las nuevas criaturas producirán este tipo de habla. Toda la humanidad, así como Satanás mismo, «habla de su propia naturaleza» (Jn 8:44). Después de decirle a los fariseos que no pueden hablar el bien porque son malos, Jesús ofrece el contraste: «El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas» (Mt 12:35). Las buenas palabras se originan en los corazones buenos, que Dios da en el nuevo nacimiento.

Aprendiendo de los serafines

Isaías se sintió aplastado por el peso de un mundo de perversas e inútiles palabras que lo presionaban. Ver a Dios y escuchar las voces flamantes, únicas en su propósito de alabanza, puso al descubierto la vida de habla inmunda de Isaías. En ese lugar, las palabras profanas y sin propósito no tenían cabida.

Pero la historia no terminó ahí. Se juzgó a sí mismo como digno de muerte, pero Dios tenía más gracia que dar, como lo hace con nosotros. Uno de los serafines tomó carbón del altar del sacrificio y tocó los labios de Isaías (altar sobre el cual el propio Rey —el Cordero de Dios—  yacería como el carnero de Isaac, inmolado). Y cuando el Señor pregunta a quién deberían enviar, Isaías pasa de maldecirse a sí mismo por su boca a ofrecerse con entusiasmo para ir a hablar como embajador de Dios. «Heme aquí, envíame a mí» (Is 6:8).

El perdón lo encontró así como nos encuentra a nosotros, dándonos un nuevo propósito y utilizando las bocas de los más necios y ociosos.  Lo que una vez fue dado a la oscuridad, ahora puede ser utilizado para alabar a Dios y bendecir a la humanidad. Ver la gloria de Cristo desaparece los propósitos minúsculos de las lenguas redimidas. Una sublime gracia nos envía como a los serafines a hablar de Cristo.

Greg Morse

Greg Morse

‎Greg Morse es escritor de desiringGod.org y graduado de ‎‎Bethlehem College & Seminary‎‎. Él y su esposa, Abigail, viven en St. Paul con su hijo e hija.‎