Una película tan buena que te arruina

Es la pregunta que el difunto David Foster Wallace plantea a todos los lectores de su novela La broma infinita, el título del libro de Shakespeare que se duplica como el nombre de una película dentro del relato enciclopédico.

En la historia, la película La broma infinita cautiva tanto los corazones y las miradas que ningún otro entretenimiento puede competir contra ella: es el McGuffin de la novela, el desencadenante de la trama para que los temas más importantes se centren en ella. «Gran parte del libro trata sobre un director de cine al que se le ocurre una película tan entretenida que cualquiera que la vea no querrá hacer otra cosa—dijo Wallace en una entrevista—. Entonces, la pregunta interesante es: si tal cosa existe, ¿la aprovechas o no?».

En la novela, incluso el gobierno estadounidense hace lo posible por investigar la adictiva película y sus consecuencias. Con el cuerpo atado a una silla y los electrodos pegados a la sien, un ratón de laboratorio ve la película y narra a los investigadores la escena inicial, es decir, «antes de que las energías mentales y espirituales del sujeto decaigan abruptamente hasta un punto en el que ni siquiera los voltajes casi letales a través de los electrodos podrían desviar su atención del entretenimiento».

Después de haber visto la película, y sin querer nada más que verla repetidamente, las «víctimas» son enviadas a pabellones psiquiátricos. «Los significados de las vidas de las personas se habían reducido a un enfoque tan estrecho que ninguna otra actividad o conexión podía llamar su atención. Poseen aproximadamente la energía mental/espiritual de una polilla».

Si una película fuera mortalmente buena y letalmente entretenida, ¿la verías?

Muerte por dulces

En la entrevista que Wallace concedió en 1996 a Judith Strasser en Wisconsin Public Radio, expresó sus inquietudes personales sobre nuestra cultura del entretenimiento. El libro es «una especie de exageración paródica de la relación de la gente con el entretenimiento ahora —dijo—, pero no creo que sea tan diferente».

Estaba haciendo sonar una alarma.

En la novela, las relaciones entre Estados Unidos y Canadá se tensan hasta el punto de que ciertos sectores canadienses intentan difundir la película en Estados Unidos como un subterfugio cinematográfico, un intento de que Estados Unidos «se ahogue con los dulces».

Wallace ha conseguido crear una metáfora de toda la industria del entretenimiento de Estados Unidos en una película seductora; tan seductora, que el gran reto para el gobierno de Estados Unidos es determinar cómo advertir a la gente que no vea la película sin provocar que todo el mundo salga corriendo a verla inmediatamente.

«Creo que gran parte de este secretismo en el libro se reduce al hecho de que el gobierno realmente no puede hacer mucho. Que nuestras decisiones sobre cómo nos relacionamos con la diversión, el entretenimiento y los deportes son muy personales, tan privadas que quedan entre nosotros y nuestros corazones —dice—. De hecho, hay una buena cantidad de alta comedia en el gobierno, que anda retorciéndose las manos tratando de averiguar qué hacer. Seremos nosotros los que debamos decidir internamente a qué nos vamos a entregar y a qué no».

La novela es una pregunta punzante a los ciudadanos de Estados Unidos: «¿Tendrán los medios para no entretenerse hasta la muerte?».

¿Las pantallas son mejores que la vida?

La novela estaba orientada al futuro, a unos cuantos años, pero no demasiado lejos. Nosotros vivimos en su futuro, y su intención era que su alarma sonara más fuerte hoy. «El libro está pensado para que al principio parezca surrealista y extravagante, y luego, de forma espeluznante, no parezca tan inverosímil», dijo hace veintidós años.

«En algún momento vamos a tener pornografía de realidad virtual. Solamente te  invitaría a pensar, dado el nivel de personas cuyas vidas están arruinadas solo por la adicción a los videoclubs, qué tipo de recursos vamos a tener que cultivar en nosotros mismos y en nuestra ciudadanía —todo para no entregarnos a esta tecnología—. Quiero decir, tal vez parezca una tontería, pero el material va a ser cada vez mejor y no tengo claro que nosotros, como cultura, nos estemos enseñando a nosotros mismos o a nuestros hijos a qué vamos a decir sí y no».

Sin ser antientretenimiento ni antitelevisión, Wallace hizo sonar una alarma. «Creo que, de alguna manera, como cultura hemos dejado o tenemos miedo de enseñarnos a nosotros mismos que el placer es peligroso, y que algunos tipos de placer son mejores que otros, y que parte de ser seres humanos implica decidir cuánta participación activa queremos tener en nuestras vidas».

«Tenemos que reevaluar nuestra relación con la diversión, el placer y el entretenimiento porque va a ser tan bueno, y tan apremiante, que vamos a tener que forjar algún tipo de actitud hacia él que nos permita vivir».

Tenía razón. Los medios de comunicación siguen mejorando y haciéndose más realistas. Los efectos CGI (Imágenes generadas por computadora, por sus siglas en inglés) son cada vez más deslumbrantes. Las películas son más impresionantes. Los dramas televisivos son más convincentes. Los actores son más persuasivos. «Vamos a tener que llegar a algún tipo de acuerdo sobre cuánto nos vamos a permitir, porque probablemente será mucho más divertido que la vida real». Hablaba de la televisión, el cine, los juegos y los medios de comunicación de masas, pero inclusive las redes sociales y la Internet, aunque democratizan las voces, no harían que nuestras pantallas fueran menos adictivas, y Wallace lo sabía.

Las pantallas se volverán más divertidas que la vida real. «Y cuanto mejores sean las imágenes, más tentador será interactuar con las imágenes en lugar de con otras personas, y creo que más vacío se volverá. Es solo una sospecha y mi propia opinión».

Abstinencia mediática

Todo esto era más que una teoría para Wallace, que se deshizo de su televisor. «No tengo televisión porque si la tengo la veré todo el tiempo». Y esa es la simple autoconciencia que se necesita en la era del video.

«No tengo televisión, pero no es culpa de la televisión. La culpa es mía —reitera—. Después de una hora, ni siquiera disfruto viéndola porque me siento culpable por lo improductivo que estoy siendo. Salvo que el sentimiento de culpa me produce ansiedad, la cual quiero calmar distrayéndome, así que veo mucha más televisión. Y se vuelve deprimente. Mi relación con la televisión me deprime».

No todos nuestros televisores deberían ir a la basura, pero todos deberíamos cultivar la autoconciencia mediática. Aquí es donde empieza la abstinencia mediática. No pidiendo: «Demuéstrame que mis programas son pecaminosos»; o «Dame restricciones para el consumo de los medios de comunicación»; o «Demuéstrame que mi juego es malo». Comienza con una conciencia autorreflexiva mientras buscamos preservar los placeres superiores diciendo no a las indulgencias menores.

El bien infinito de la televisión

El problema de los videojuegos no es que sean malos, sino que son inmensamente buenos. Las franquicias de juegos son cada vez más grandes a medida que los juegos se hacen más reales. Vivimos en una época en la que todos los protagonistas de la cultura del placer visual digital han alcanzado cuotas asombrosas de poder e influencia. Nunca han estado mejor y siguen mejorando.

El problema con la televisión no es que la televisión sea mala, sino que la televisión es infinitamente buena para darnos exactamente lo que queremos cuando lo queremos. Nuestras plataformas bajo demanda siguen abarrotadas de opciones, nuevos estrenos y clásicos favoritos de generaciones pasadas. A medida que se nos ofrece toda la historia de la televisión, los nuevos lanzamientos televisivos se vuelven cada vez más complejos y estructurados, nos presentan gráficas más sorprendentes y exigen más inmersión y atención por parte de los espectadores.

Lo que todo esto significa es que nosotros, los espectadores, somos atraídos con un cebo cada vez más brillante hacia la deriva pasiva en sueño escapista de nuestras aburridas vidas con «susurros de que, en algún lugar, la vida es más rápida, más densa, más interesante, más… bueno, más viva que la vida contemporánea».

La vida cotidiana nunca podrá competir con los magos televisivos de Electronic Arts, Nintendo, Hollywood y HBO.

Avanzando

No estoy sugiriendo que el hecho de caer en el entretenimiento nos deje sin tiempo para nuestros devocionales matutinos. Lo que sugiero es que, al complacernos con los dulces del entretenimiento, quedamos con un apetito debilitado por el sólido alimento de nuestros devocionales diarios; este el mayor peligro. No estamos hechos para sobrevivir a duras penas con las energías espirituales de una polilla, sino para florecer en el estado de alerta de la presencia del Espíritu.

Si Wallace siguiera vivo, seguramente seguiría pidiendo que hiciéramos un experimento mental para desafiar nuestras dietas de entretenimiento. Pero los cristianos están equipados por las Escrituras para retomar la conversación desde este punto. Se trata de decisiones muy personales entre nosotros, nuestros corazones y nuestro Dios, por el bien de nuestras almas y por el bien de nuestros hijos; convicciones protectoras que nos permitirán vivir de verdad y entregar nuestros corazones, no a una pantalla parpadeante que no puede amarnos recíprocamente, sino entregarnos a los placeres espirituales de un Salvador que promete correspondernos porque nos amó primero (1 Jn 4:19).

Tony Reinke

Tony Reinke

Tony Reinke es el escritor principal de Desiring God y autor de Competing Spectacles (2019), 12 Ways Your Phone Is Changing You (2017), John Newton on the Christian Life (2015), y Lit! A Christian Guide to Reading Books (2011). Es el anfitrión del podcast Ask Pastor John y vive en el Phoenix con su esposa y tres hijos.