Muchos reinos y gobiernos de este mundo tienen fronteras que no pueden ser cruzadas, pero el evangelio de Jesucristo no conoce fronteras, y estas nunca han limitado su alcance.
Hace más de tres décadas, durante los primeros años de mi ministerio, caminé desde una estación de tren de Berlín por una amplia brecha que atravesaba la ciudad. Hasta hace poco, había sido «tierra de nadie». Pero ahora las minas y los alambres de espino habían sido retirados, y el Muro de Berlín yacía apilado a un lado. El telón de acero había caído y, por ende, los cartógrafos estaban redibujando las fronteras y las mujeres estaban cosiendo nuevas banderas.
Durante estas primeras incursiones en Europa del Este, a menudo me reía con incredulidad de la libertad y las oportunidades tan irónicas que se estaban abriendo para la iglesia. Recuerdo cómo publicamos folletos evangélicos en Moscú utilizando las imprentas, ahora inactivas, del periódico comunista Pravda (que en ruso significa «Verdad»). Pravda había publicado mentiras y difamado a los creyentes soviéticos durante años, ¡pero ahora las imprentas estaban publicando el evangelio de la verdad!
Recuerdo haber estado en Berlín en lo que había sido el epicentro del telón de acero. Decenas de miles de creyentes de ambos lados de la línea divisoria Este-Oeste habían intentado por todos los medios hacer llegar el evangelio por encima, alrededor de y por debajo de este muro, pero Dios sencillamente tuvo a bien derribarlo. Recogí un gran trozo de entre los escombros y lo metí en mi mochila.
En la actualidad, mientras escribo estas líneas, el viejo recuerdo del Muro se encuentra en un estante ante mí. Es un recordatorio constante de las palabras de Samuel Zwemer, palabras que han dado forma a mi pensamiento, a mi vida de oración y a mis expectativas en todos los años transcurridos desde que estuve caminando entre aquellos escombros. Zwemer, un misionero pionero en Arabia, escribió: «Los reinos y los gobiernos de este mundo tienen fronteras que no pueden ser cruzadas, pero el evangelio de Jesucristo no conoce fronteras porque no puede ser confinado».
Con pocas palabras, Zwemer capta el poder y el progreso del evangelio, y la inigualable autoridad de nuestro Rey resucitado.
Un mundo sin líneas
La mayoría de los mapas del mundo están cubiertos de líneas y colores que definen las fronteras de los países (alrededor de doscientos países en el mundo). El número de naciones se ha cuadruplicado en el último siglo. Nuestros mapas y nuestro mundo están llenos de líneas. Pero si pudiéramos ver un mapa del Reino de Cristo, no habría líneas, porque los ciudadanos de este país son rescatados de cada tribu, lengua, pueblo y nación.
Zwemer entendió el poder y el progreso del evangelio para cruzar todo tipo de barreras: geográficas, étnicas, políticas y religiosas. El evangelio no puede ser confinado porque no es una obra hecha por el hombre. Es una obra hecha por Cristo. Él edifica su Iglesia en todos los lugares y llega hasta los confines del mundo.
Ni las puertas del Infierno, ni las fronteras de los regímenes que más odian a Dios en la tierra, pueden prevalecer contra Jesús. Ningún país está cerrado para Cristo. Pueden estar cerrados para nosotros —ya sea porque no podemos conseguir un visado o porque nuestro pasaporte es el «principio de dolores» si conseguimos entrar—, pero Jesús nunca ha dependido de nuestros movimientos o recursos para cumplir su misión.
Permíteme darte un ejemplo de este evangelio que cruza las fronteras y hace añicos las puertas del Infierno con lo que podría ser la historia menos impresionante que hayas podido leer acerca de un misionero.
Un misionero insólito
En 1995, un agricultor pobre llamado Marah, junto con su mujer y su hijo, cruzó la frontera de Vietnam con Camboya. El hambre les empujaba y venían en busca de trabajo. Eran pertenecientes al grupo étnico de los charai.
A pesar de ser una minoría marginada, los charai eran un pueblo fuerte y orgulloso que durante mucho tiempo se había aferrado con tenacidad a sus tierras en las colinas del centro de Vietnam. Cuando Vietnam del Sur cayó en manos de los comunistas, los charai lo perdieron todo, pero lo único que Hanói no pudo aplastar ni confiscar fue la Iglesia charai. (Los misioneros habían sembrado el evangelio entre los charai durante la guerra). Y aunque el número de creyentes era solo de unos pocos cientos, después de su derrota militar, Dios envió un gran despertar entre los charai de Vietnam y decenas de miles se convirtieron. Uno de ellos fue Marah.
La travesía no fue fácil para esta pobre familia. La frontera camboyana era conocida por sus campos de minas y por los soldados renegados, los Jemeres Rojos. Pero el hambre y la esperanza son grandes motivadores, y Marah sabía que en Camboya vivían los charai. Estos primos étnicos, divididos durante mucho tiempo por fronteras políticas y geográficas, compartían una lengua común; así que esperaba encontrar trabajo. Pero a diferencia de los charai de Vietnam, estos charai nunca habían sido alcanzados por el evangelio.
«Cuchicheando» el evangelio
En el pueblo de Som Trawk, Marah buscó trabajo y le habló de Jesús a sus vecinos. Dos o tres charais creyeron gracias al testimonio de Marah. Fueron las primeras gotas previas al aguacero. Como se decía de los creyentes del primer siglo, los charai de Camboya «cuchichearon» el evangelio de casa en casa; y el número de creyentes superó el millar en un año.
Como ya he dicho, se trata de una historia misionera poco impresionante. Nadie puso en marcha una gran estrategia para alcanzar a este grupo de personas inalcanzadas: no se planificaron retiros, no se levantaron fondos, ni hubo viajes misioneros de corta duración. Un testigo insólito, pero dispuesto, se limitó a hablar de Jesús a personas de una estirpe ininterrumpida de animistas y adoradores del demonio, y los barrotes de sus oscuras cárceles fueron pulverizados como si fueran de paja por el Dios que resucita a los muertos. Cómo dice la Biblia: «lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia» (1 Co 1:28-29).
La historia no se detiene ahí. Veinte años después de que Marah entrara en Som Trawk, estuve en un culto allí en una iglesia en pleno desarrollo. Los charai han plantado otras iglesias y también han llevado el evangelio a otros grupos étnicos de la región. Incluso han comenzado a orar planeando llevar el evangelio para todas las tribus al otro lado de la frontera con Laos.
El Rey de los lugares imposibles
La observación de Zwemer de que el evangelio de Jesucristo «no conoce fronteras porque no puede ser confinado» está fundamentada en el gobierno soberano de nuestro Señor, ya que: «Toda la potestad [le] es dada en el cielo y en la tierra» (Mt 28:18). Sobre la base de esta verdad poderosa, llama y envía a sus siervos para que vayan y crucen culturas y continentes hasta los confines de la tierra con su poderoso e imparable evangelio.
Sin embargo, aunque el evangelio es imparable, sus mensajeros no los son. Encontraremos dificultades y contratiempos. Encontraremos puertas cerradas. Pero acerca de este punto, Zwemer escribió: «Disponer o no de la oportunidad no tiene la última palabra en las misiones. La puerta abierta invita a entrar, y la puerta cerrada desafía al que tiene derecho a entrar».
Nuestro Rey es el rey de los lugares difíciles e imposibles. Su obra redentora no puede ser estorbada por las fronteras, los ladrillos o las alambradas. Sus mensajeros deben seguirle también a dichos lugares, porque en su nombre tienen derecho a entrar. Ya sea a través de toda una vida de ministerio fiel o del testimonio de una muerte prematura, el evangelio avanzará en los lugares difíciles e imposibles.
La confianza que Samuel Zwemer tenía en que el evangelio de Jesucristo no puede ser confinado no se afianzó en sentimientos pasajeros, sino que se perfeccionó en uno de los lugares más duros y olvidados del planeta: Arabia. Actualmente, sigue habiendo muchos reinos y gobiernos cuyas fronteras «no pueden ser cruzadas». Pero ningún muro levantado por la mano o el corazón del hombre es rival para el Rey cuyas manos están marcadas por cicatrices. Sus siervos, rescatados de entre todas las naciones, siguen alcanzando las naciones con su poderoso e imparable evangelio.
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Tim Keesee es el fundador y director ejecutivo de Frontline Missions International. Ha viajado a más de noventa países, informando sobre la iglesia. Es el productor ejecutivo de Dispatches from the Front y autor de A Company of Heroes.