Señor, apacienta las ovejas, y utiliza el pastor que tú quieras para ello

Necesito preguntarme con regularidad si estoy poniendo el acento en «el Señor ministrando a través de mí» o «yo ministrando al Señor a través de mí». Sospecho que la mayoría de los pastores y líderes saben lo que quiero decir.

El orgullo crece sigilosamente. ¿Cómo van mis artículos? ¿Está madurando mi grupo de estudio? ¿Qué tal se está vendiendo mi libro, mi pódcast? ¿Son de mucho ánimo mis oraciones del culto dominical matutino? ¿Es particularmente efectiva mi predicación, mi consejería matrimonial, mi estrategia evangelística?

Y no me refiero a la santa ambición propia de un ministro que ama las almas y la gloria de Cristo (Ro 15:20). Estoy hablando de un espíritu autocomplaciente que se da palmaditas en la espalda y piensa que su trabajo es mejor simplemente porque lo ha hecho él. Me refiero a los motivos deshonestos, las muecas burlonas y la falsa modestia. El guardarse sigilosamente alguna gloria en el bolsillo. John Bunyan capturó la esencia de la tentación en la respuesta que dio cuando alguien le dijo que había predicado un sermón precioso: «Llegas demasiado tarde; el diablo me lo dijo antes de bajar del púlpito».

El éxito de los demás —incluido el de los amigos íntimos— puede revelar la desviación de nuestro corazón. La cálida sensación que te invade cuando sobresalen en el área donde también residen tus puntos fuertes. El recelo, el sentimiento de amenaza, la envidia, la amargura, la vergüenza, la autocompasión. En vez de alegrarte de que Dios haya hecho avanzar su Reino y haya bendecido a las almas, no te alegras simplemente porque el Dios eterno eligió utilizarlos a ellos en vez de a ti.

Sin embargo, la tentación alcanza su máxima expresión cuando otros tienen éxito en el mismo lugar en el que nosotros hemos fracasado. Es otra persona quien lleva al pueblo más alto de lo que nosotros podemos subir, lo lleva más lejos de lo que nosotros podemos caminar. Nosotros, como Saúl, hemos conquistado a nuestros miles, pero el pueblo canta a otro que ha conquistado a sus diez miles. No nos gusta ser la luz pequeña. La comparación volvió loco a Saúl. Arrojó la lanza dos veces contra David para matarlo (1 S 18:10-11). ¿Qué vamos a hacer ante este problema?

Aunque nos quede mucho ministerio por delante, siempre podemos orar para tener el corazón pastoral que tuvo Moisés durante sus últimos años.

Mirando la promesa

Somos conscientes de las dificultades que enfrentó Moisés al final de su ministerio. Después de que «rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón»; escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado» (He 11:24-25); después de doblegar a Egipto, de conducir a Israel a través del mar Rojo, de subir a la cumbre del monte Sinaí y de vagar durante décadas por el desierto, su viaje termina viendo —pero no cruzando— la frontera de la Tierra Prometida.

La vejez, como ya sabemos, no impidió al profeta llegar a la Tierra de la leche y la miel. «Era Moisés de edad de ciento veinte años cuando murió; sus ojos nunca se oscurecieron, ni perdió su vigor» (Dt 34:7). La «Dalila» de la vejez no cortó las trenzas de su fuerza; lo hizo Dios.

Dios no permitió que Moisés entrara en la Tierra Prometida a causa de su pecado. Frustrado con el pueblo —que una vez más se quejaba y refunfuñaba—, Moisés golpeó con su vara la roca que daba agua (un tipo de Cristo; Nm 20:11; cf. 1 Co 10:4). Dios le dijo que le hablara a la peña, pero Moisés optó por un enfoque más agresivo (Nm 20:8). Acto seguido, Dios dijo:

Por cuanto no creísteis en mí, para santificarme delante de los hijos de Israel, por tanto, no meteréis esta congregación en la tierra que les he dado (Nm 20:12).

Y Moisés no entró en la Tierra Prometida.

En sus últimos días, Dios llevó a Moisés a la cumbre del Pisga y le mostró toda la anchura y la longitud de la Tierra Prometida (Dt 34:1-4). Y allí —contemplando la Tierra hacia la que guió al pueblo durante décadas—Moisés murió. El privilegio de guiar al pueblo a través del Jordán recayó en su ayudante, Josué. Dios mismo enterró a su siervo en dicha montaña, en el lado equivocado del Jordán (Dt 34:5-6). Permitió que Moisés los sacara de Egipto, pero no que los condujera a la Tierra Prometida.

El corazón del pastor

Disciplinado y decepcionado, ¿Cómo responde Moisés?

Después de que el Señor le llama para subir a la montaña y le recuerda por qué no va a entrar a la Tierra Prometida (Nm 27:12-14), Moisés, el hombre más manso de la tierra (Nm 12:3), responde:

Ponga Jehová, Dios de los espíritus de toda carne, un varón sobre la congregación, que salga delante de ellos y que entre delante de ellos, que los saque y los introduzca, para que la congregación de Jehová no sea como ovejas sin pastor (Nm 27:15-17).

Aquí tienes el corazón de un pastor fiel. He aquí un ejemplo a seguir por los pastores y los líderes. Moisés no se queja. No acusa a Dios de ser injusto. No se lamenta de que Dios no escuche sus ruegos para entrar en la Tierra (Dt 3:25-26). No sabotea a Josué ni le arroja lanzas. No considera su reputación, ni su ministerio, por encima del Dios para el que ministraba y del pueblo al que ministraba. Le pide a su Dios, con plena sumisión a su voluntad, que no deje a la congregación como ovejas sin pastor.

«Apacienta mis ovejas»

Esta no es la última vez que vemos a Moisés vivo en las Escrituras. ¿Recuerdas dónde más aparece?

Muchos cientos de años después, Moisés se reúne cara a cara con el gran Pastor del pueblo de Dios. En otra montaña —en esta ocasión en el monte de la Transfiguración— Moisés habla con Jesús. ¿De qué hablaron? De la «partida» de Jesús (literalmente, su «éxodo»; Lc 9:31). Moisés está con Elías, hablando ambos con Jesús, el buen Pastor, acerca de cómo el no iba a abandonar a sus ovejas a los lobos como haría un asalariado, sino que iba a dar su vida por ellas. Y de cómo se levantaría de entre los muertos, porque no iba a dejar a las ovejas sin pastor.

Esta es la clase de amor que extirpa de nuestro servicio el pecaminoso ego que poseemos.

Volvemos a encontrar el norte en nuestra labor cuando, como Pablo, empezamos a amar a la iglesia con el entrañable amor de Jesucristo (Fil 1:8), a sufrir dolores de parto hasta que Cristo se forme en ella (Gá 4:19), cuando la vemos —en la pequeña medida en la que participamos y trabajamos en sirviéndola— como nuestra esperanza, gozo corona de gloria ante la venida de nuestro Señor Jesucristo (1 Ts 2:19).

Este amor purifica nuestra ambición por lograr un legado duradero, al mismo tiempo que restablece el humilde deleite cuando un gran medida de éxito recae en otro. Buscamos hacer el bien a la iglesia esperando que otros le hagan más bien que nosotros mismos. Las amenazas vuelven a ser nuestras aliadas cuando aprendemos a anhelar el éxito de otros allí donde nosotros hemos fracasado, cuando anhelamos que otros lleven al pueblo de Dios a través de los «Jordanes» que nosotros nunca pudimos atravesar, cuando empezamos a orar: «Señor, apacienta las ovejas, y utiliza el pastor que tu quieras para ello».

Este amor por la esposa de Cristo nos libera de ser hipócritas que solo buscan conseguir la atención y la admiración de la iglesia. Tan solo hemos de realizar nuestro parte, sabiendo que amarla a ella es amarlo a él, como el mismo Jesús nos recuerda: «Pastor, líder, obrero, ¿me amas? Entonces, pastorea mis ovejas» (Jn 21:15-17).

Greg Morse

Greg Morse

‎Greg Morse es escritor de desiringGod.org y graduado de ‎‎Bethlehem College & Seminary‎‎. Él y su esposa, Abigail, viven en St. Paul con su hijo e hija.‎