Nota del editor: Este artículo ha sido adaptado del mensaje de Ligon Duncan en la conferencia Juntos por el Evangelio.
La relación entre la ley y la gracia es uno de los desafíos teológicos perennes que enfrenta la iglesia. Incluso en nuestros círculos de creyentes en la Biblia y de predicadores del evangelio, algunos todavía confunden inútilmente la relación entre el evangelio y la obediencia. Por supuesto, estos temas no son fáciles, particularmente en nuestro contexto postcristiano. Como ha demostrado Christian Smith, las convicciones religiosas de muchos asistentes a la iglesia tiene poco que ver con el evangelio y es en cambio poco más que «deísmo moralista y terapéutico». Ayudar a los cristianos a trabajar en temas relacionados con la ley y el evangelio, y a la vez contrarrestar esas presunciones, es un enorme desafío.
Por un lado, algunos predicadores insisten en que la ley es algo malo. Algunos incluso han afirmado que la predicación salpicada de imperativos y mandamientos malinterpreta la gracia del evangelio. En consecuencia, mucha gente está confundida con términos como legalismo y antinomianismo. Asumimos erróneamente que quienes defiende el antinomianismo sobrevaloran la gracia mientras que los legalistas sobrevaloran la ley. Pero en realidad, tanto Jesús como Pablo condenan a los antinomianos por no entender la gracia y a los legalistas por no entender la ley.
En última instancia, ninguno de los dos entiende el carácter de Dios como nuestro amoroso y bondadoso Padre celestial.
Teología bíblica de la integridad: Portar la imagen de Dios, obedecer la ley, amar a nuestro prójimo
Al considerar lo que la Escritura enseña sobre la ley, la gracia y el ser distintos al mundo, necesitamos enraizar nuestra comprensión en una teología bíblica de ser portadores de la imagen de Dios. De hecho, las primeras menciones de la ley y la bendición de Dios surgen, no después de la caída, sino en la narrativa de la creación misma.
Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra (Gn. 1:27-28).
Según Génesis 1-2, Adán y Eva fueron creados para encontrar su deleite supremo en Dios y para reflejarlo en este mundo. Debemos notar dos puntos importantes. Primero, las primeras palabras que Dios dijo a la humanidad fueron una bendición («Y los bendijo Dios»). En segundo lugar, esa bendición vino en forma de un mandato («Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra»). En el pacto de la creación, la bendición de Dios es un mandato, y el mandato mismo es una bendición.
A menudo, los cristianos asumen que la obediencia condiciona la bendición de Dios: «Si obedezco, Dios me bendecirá». No encontramos esta lógica en Génesis 1. La obediencia no condiciona el amor de Dios, sino que es la esfera en la que disfrutamos del amor de Dios. Adán y Eva disfrutaron de Dios siendo fructíferos, multiplicándose y gobernando sobre la creación. Experimentaron la bendición de Dios siendo quienes Dios los creó para ser. Adán y Eva fueron creados para encontrar la verdadera libertad, la satisfacción y el gozo, ya que reflejaban correctamente al Creador.
En Génesis 3, la Serpiente atacó esta idea. Desafió la verdad de que Adán y Eva experimentaban el amor de Dios al reflejarlo en la creación. En Génesis 3:5, la serpiente tentó a Eva: «Sino que sabe Dios que el día que comáis de él, serán abiertos vuestros ojos, y seréis como Dios, sabiendo el bien y el mal». Adán y Eva deberían haber reconocido la mentira de la Serpiente. Ya eran como Dios, hechos a su imagen y semejanza. Adán debería haber refutado: «Serpiente, ¿qué quieres decir con que seremos más como Dios si desobedecemos? ¡Ya somos como él, hechos a su imagen y semejanza!». Pero Adán y Eva tomaron el fruto y comieron. Al desobedecer, Adán y Eva no se volvieron más como Dios, sino menos como él. La imagen de Dios, si bien no se perdió, fue desfigurada (comp. Gn. 9:6; Sal. 8).
Como resultado, uno de los principales efectos de la caída fue la desintegración de nuestra persona. Nuestra integridad fue corrompida. Nuestro pensamiento, nuestra voluntad, nuestros deseos y nuestras acciones se corrompieron. Nuestras obras y nuestras palabras se volvieron inconsistentes con nuestros deseos. Ya no estamos completos.
Aun así, Dios en su gracia intervino para reclamar la humanidad y restaurar la bendición de la imagen. Las promesas del pacto abrahámico son el primer gran paso en esa empresa. Génesis 17 reafirma ese pacto: «Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí y sé perfecto» (Gn. 17:1). La palabra «perfecto» también podría ser traducida como «completo». En este punto de la historia, Abraham no estaba «completo» en su trato con Dios y los demás. Aunque Abraham creyó en la promesa de Dios (Gn. 15:6), trató de producir el hijo de la promesa mediante su propia ingenuidad (Gn. 17). No vivió de acuerdo con esa fe.
En otras palabras, a Abraham le faltaba integridad. Encontramos esta misma realidad en nuestras iglesias. Semana tras semana, los pastores animan a sus miembros a unir su fe a sus acciones, viviendo como personas íntegras y confiando en las promesas de Dios.
Más adelante en la historia de las Escrituras, los Diez Mandamientos no cambiaron repentinamente la relación de Dios con su pueblo, como si ahora arraigara su amor en la obediencia de la nación y no en su propia promesa. En lugar de ello, los Diez Mandamientos son un regalo de gracia, enraizado en los actos salvíficos de Dios. El Señor enfatiza este punto justo antes de dar la ley en Éxodo 19:4-6:
Vosotros visteis lo que hice a los egipcios, y cómo os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí. Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de Israel.
Dios no sacó a Israel de Egipto porque le hayan obedecido, sino para que lo obedeciera. Repite la misma lógica en el prefacio de los Diez Mandamientos: «Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre» (Éx. 20:2). La ley es un medio de gracia solo cuando ya has recibido la gracia redentora. La ley no es el enemigo del cristiano, sino su amigo.
Esta misma teología se repite en Levítico 19. En este capítulo, Moisés elaboró cada uno de los Diez Mandamientos en cuatro esferas: obediencia personal, obediencia familiar, obediencia congregacional y obediencia social. Moisés aplicó los mandamientos a estas esferas de la vida para dejar claro que Dios quiere que seamos íntegros en la forma de obedecer su ley. Quiere que lo reflejemos tanto en nuestra vida privada como en nuestra vida pública a través de nuestras familias, nuestras iglesias y nuestras sociedades.
El Señor mismo enfatiza que la obediencia lo refleja correctamente al principio del capítulo: «Santos seréis, porque santo soy yo Jehová vuestro Dios» (Lv. 19:2). La lógica de esta corta declaración es clara. Una de las razones por las que obedecemos los mandatos de Dios es para poder ser lo que fuimos creados para ser, portadores de la imagen de Dios.
El Señor continúa:
Cada uno temerá a su madre y a su padre, y mis días de reposo[a] guardaréis. Yo Jehová vuestro Dios. No os volveréis a los ídolos, ni haréis para vosotros dioses de fundición. Yo Jehová vuestro Dios. Y cuando ofreciereis sacrificio de ofrenda de paz a Jehová, ofrecedlo de tal manera que seáis aceptos. Será comido el día que lo ofreciereis, y el día siguiente; y lo que quedare para el tercer día, será quemado en el fuego. Y si se comiere el día tercero, será abominación; no será acepto, y el que lo comiere llevará su delito, por cuanto profanó lo santo de Jehová; y la tal persona será cortada de su pueblo. Cuando siegues la mies de tu tierra, no segarás hasta el último rincón de ella, ni espigarás tu tierra segada. Y no rebuscarás tu viña, ni recogerás el fruto caído de tu viña; para el pobre y para el extranjero lo dejarás. Yo Jehová vuestro Dios (Lv. 19:3-10).
Dios le dice a Israel que deben manifestar al mundo que pertenecen a Jehová y que lo reflejen honrando a sus padres, guardando el día de reposo, cuidando de los pobres y adorando al único Dios verdadero. En otras palabras, la santidad de Israel se manifestó mediante la obediencia a las dos tablas de la ley. Obedeciendo la ley era como Israel reflejaba a Dios.
No hurtaréis, y no engañaréis ni mentiréis el uno al otro. Y no juraréis falsamente por mi nombre, profanando así el nombre de tu Dios. Yo Jehová. No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás. No retendrás el salario del jornalero en tu casa hasta la mañana. No maldecirás al sordo, y delante del ciego no pondrás tropiezo, sino que tendrás temor de tu Dios. Yo Jehová. No harás injusticia en el juicio, ni favoreciendo al pobre ni complaciendo al grande; con justicia juzgarás a tu prójimo. No andarás chismeando entre tu pueblo. No atentarás contra la vida de tu prójimo. Yo Jehová. No aborrecerás a tu hermano en tu corazón; razonarás con tu prójimo, para que no participes de su pecado. No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo Jehová (Lv. 19:11-18).
Este texto es el único en el Antiguo Testamento que ordena a Israel: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». El contexto del pasaje explica claramente lo que eso significa. Israel debe reflejar a Dios y amar a su prójimo absteniéndose de robar, mentir, oprimir, maltratar a los discapacitados, la injusticia legal, la parcialidad, la calumnia, el daño, el odio y la venganza. Estos mandatos dictan toda nuestra persona: individual, familiar, congregacional y social. En otras palabras, el amor al prójimo no es una noción vacía y ligera sin definición. En cambio, Moisés muestra claramente que no podemos amar a nuestro prójimo y calumniar su reputación. No podemos amar a nuestro prójimo, si somos injustos con él. No podemos amar a nuestro prójimo y defraudarlo. Amando a nuestro prójimo es como expresamos la imagen de Dios. Cuando amamos a nuestro prójimo como Dios nos prescribe, proclamamos al mundo: «Dios es así».
El mandamiento «amarás a tu prójimo como a ti mismo» es aludido o citado hasta una docena de veces en el Nuevo Testamento. Jesús, en particular, emplea este versículo para atacar el legalismo de los líderes religiosos de Israel.
Uno de los ejemplos más notables del uso de este versículo por parte de Jesús es su conversación con el joven y rico en Mateo 19. En este pasaje, Jesús expone la autojustificación del joven rico. Pensó que estaba guardando los mandamientos. Pero en realidad, el joven rico no amaba a su prójimo valorando sus posesiones y riquezas personales más que el bien de su prójimo.
Una historia similar es relatada en Lucas 10, donde un intérprete de la ley le preguntó a Jesús: «Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna?» (10:25).
Y he aquí un intérprete de la ley se levantó y dijo, para probarle: Maestro, ¿haciendo qué cosa heredaré la vida eterna? Él le dijo: ¿Qué está escrito en la ley? ¿Cómo lees? Aquél, respondiendo, dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo. Y le dijo: Bien has respondido; haz esto, y vivirás (10:25-28).
Como el siguiente contexto deja claro, Jesús no está enseñando la justificación por las obras. Está exponiendo la autojustificación del intérprete de la ley. De hecho, la respuesta del intérprete de la ley demuestra lo bien que Jesús ha expuesto su corazón. Lucas continúa: «Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?» (10:29).
Esta pregunta revela mucho sobre el intérprete de la ley en particular y sobre los legalistas en general. Mientras que los legalistas son fastidiosos con el cumplimiento de la ley, también están siempre buscando lagunas para evitar la intrusión de las Escrituras en sus vidas (comp. Mr. 7:1-13). En respuesta a la evasiva y autojustificante pregunta del del intérprete de la ley, Jesús relata la parábola del buen samaritano.
Respondiendo Jesús, dijo: Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto. Aconteció que descendió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de largo. Asimismo, un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, pasó de largo. Pero un samaritano, que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón, y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese. ¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Él dijo: El que usó de misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo (Lc. 10:30-37).
El sacerdote y el levita temen volverse ceremonialmente impuros al ayudar al hombre golpeado. Para mantener la ley ceremonial, desobedecen la ley moral: «amarás a tu prójimo». Como dijo Martin Luther King, el levita y el sacerdote se preocupaban por ellos mismos, haciéndose la pregunta: «¿Qué me pasará si ayudo a este hombre?». El buen samaritano, sin embargo, se preocupaba por su relación con Dios, preguntando: «¿Qué me pasará si no ayudo a este hombre?».
Al final de la parábola, Jesús vuelve a preguntar «¿quién es mi prójimo?» al intérprete de la ley, pero con un pequeño giro. Jesús en cambio pregunta: «¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?». El intérprete de la ley estaba buscando lagunas, tratando de limitar la aplicación de Levítico 19 en su vida. Pero Jesús expone la autojustificación de su pregunta original reforzando la ley del amor. La pregunta no es «¿quién es mi prójimo?», sino si elegimos o no ser un prójimo. Fundamentalmente, el abogado no está completo. Trata de parecer piadoso por fuera, mientras que carece de verdadera devoción a Dios en su corazón. Jesús, sin embargo, siempre estuvo entero y su corazón latía con ternura y cuidado por los demás.
Como B. B. Warfield señaló en su ensayo «La vida emocional de nuestro Señor», cuando los evangelistas discuten los contornos emocionales de la vida de Jesús, destacan principalmente su compasión. ¿Se dirá lo mismo de nosotros? Los que nos observan probablemente notarán nuestro amor por la sana doctrina, nuestra pasión por las doctrinas de la gracia y nuestro compromiso con nuestra herencia confesional. Pero ¿seremos conocidos también por nuestra compasión? ¿Seremos conocidos por el amor a nuestro prójimo? Si nos parecemos a Jesús, debemos ser conocidos por nuestra compasión y nuestra falta de voluntad para limitar la ley del amor en nuestras vidas.
Aplicar la ley del amor: Dos casos de estudio
Por último, considera dos aplicaciones. Primero, las tensiones raciales en nuestras iglesias y nuestra nación estarían en un estado significativamente mejor si la comunidad reformada en Estados Unidos en los siglos XIX y XX hubiera aplicado correctamente el segundo gran mandamiento. Pero trágicamente, la comunidad reformada (mi comunidad, nuestra comunidad) ideó formas de delimitar el segundo gran mandamiento. Por otro lado, nuestros hermanos y hermanas británicos condenan nuestra ceguera. Charles Spurgeon se negó a comulgar con los esclavistas. Los presbiterianos escoceses se negaron a tolerar la esclavitud o la teología racista. Además, nuestra comunidad reformada habría reconocido sus graves errores si simplemente hubiera escuchado las voces de valientes y brillantes teólogos reformados afroamericanos como Francis Grimke.
Sin embargo, en Estados Unidos, los bautistas y presbiterianos decidieron que la esclavitud era un tema demasiado divisorio y por lo tanto no debía ser abordado en la Iglesia por el bien de la «unidad». Para preservar la «espiritualidad de la Iglesia», se ignoraron los asuntos de «política» y «vida social». En realidad, estos líderes y pastores de la Iglesia estaban evadiendo el segundo gran mandamiento. Su lógica era como la del intérprete de la ley: «No dividamos a la Iglesia por esto. Después de todo, ¿quién es mi prójimo?».
Lamentablemente, este legado teológico perduró. Hermanos, si se inquietan cuando oyen a los predicadores aplicar el segundo gran mandamiento al tema del racismo en la iglesia y en Estados Unidos, entonces estos teólogos les han enseñado bien. En mi vergüenza, admito que me han enseñado bien y ha tomado más de tres décadas para que Dios rompa la ceguera de mi propio corazón en este tema.
Esto no se trata de un evangelio social. De todas las cosas que pueden preocuparte, no te preocupes de que Ligon Duncan se mezcle con el marxismo cultural. La reconciliación racial en la Iglesia es fundamentalmente sobre el segundo gran mandamiento.
En segundo lugar, el mundo está argumentando que no podemos amar genuinamente a nuestros vecinos LGBT sin afirmar su sexualidad. Pero esta lógica es la misma que la de la serpiente, afirmando que debemos rechazar la Palabra de Dios para ser más como Dios mismo. Ya que Dios es acogedor y amoroso, entonces debemos hacer lo mismo si vamos a ser como él.
Esta mentira es la misma que dijo la serpiente en el jardín, y a diferencia de Adán, debemos responder con la verdad. Si queremos reflejar a Dios debemos aferrarnos tenazmente a su verdad y al mismo tiempo a la gentileza, la compasión y al segundo gran mandamiento. Debemos amar a nuestro prójimo sin negar la Palabra de Dios, desobedecerla o cambiarla.
El único prójimo verdaderamente bueno
Amar a nuestro prójimo es difícil. De hecho, no podemos hacerlo. Si el evangelio fuera «ama a tu prójimo y vive», sería una muy mala noticia. Ninguno de nosotros ama a su prójimo pura o perfectamente. Ninguno de nosotros ama a su prójimo de la manera que Jesús enseñó en Juan 15: «Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos» (15:3).
Pero la buena noticia del evangelio es que tenemos un prójimo que nos amó y dio su vida por nosotros. Y este prójimo no dio su vida por sus amigos, sino por sus enemigos. Podemos disfrutar de la bendición de Dios y conocer su gracia porque nuestro Salvador obedeció el primer y segundo grandes mandamientos por nosotros. Esta buena noticia nos libera de la condena y nos hace libres para amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
Esta verdad se manifiesta gloriosamente cada Día del Señor alrededor de la mesa de la comunión. Al reunirnos en el nombre de Jesús, escuchamos a Jesús decir las palabras «toma y come». Es como si Jesús, recordando las palabras de Génesis 3 sobre Eva «tomando y comiendo» del fruto de la serpiente, dijera: «¡Mira esto, Satanás!». Luego repite las palabras ofreciéndose a sí mismo como sacrificio: «Toma y come. Este es mi cuerpo, dado por ti». Lo que una vez fueron palabras que llevaron a la condenación son ahora, en los labios de Jesús, palabras de salvación. Esto es lo que nos permite amar a nuestro prójimo. Hemos sido liberados de la esclavitud del pecado para ser finalmente lo que Dios nos creó para ser. En Cristo, ahora reflejamos a Dios de nuevo amándolo a él y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Hermanos, que nadie diga que alguien puede superarnos en amor.
Ligon Duncan es Canciller, CEO y Profesor John E. Richards de Teología Sistemática e Histórica del Seminario Teológico Reformado.