Por los pequeños hijos de Dios

¿Alguna vez pensó cuán increíble es que Dios
haya predestinado que el Mesías naciera en Belén
(como anticipa la profecía de Miqueas 5); y que
también haya decretado que, cuando llegara el
tiempo, tanto la madre del Mesías como su padre
legal estuvieran viviendo en Nazaret; y que, para
cumplir con su palabra y hacer que aquellas dos
pequeñas personas llegasen a Belén para esa
primera Navidad, Dios pusiese en el corazón de César
Augusto el deseo de hacer un censo de todo el
imperio romano para que cada persona se registrase
en su propio pueblo de origen?

¿Alguna vez se sintió, al igual que yo, pequeño e
insignificante en un mundo poblado de siete mil
millones de personas, donde todas las noticias
tratan de grandes movimientos políticos, económicos
y sociales, o de personas destacables llenas de
poder y prestigio?

Si la respuesta a esa pregunta es sí, no se sienta
triste ni desanimado. Las Escrituras dejan entrever
que todas las gigantescas fuerzas políticas y todos
los enormes complejos industriales, sin siquiera
saberlo, están siendo guiados por Dios, no para
obtener sus propios fines, sino por causa de los
pequeños hijos de Dios: personas pequeñas como María
y José, que tienen que ser llevados de Nazaret a
Belén. Dios dirige imperios para bendecir a sus hijos.

No piense que, porque está atravesando adversidades,
la mano de Dios se ha acortado. No es nuestra
prosperidad, sino nuestra santidad lo que él busca
de todo corazón. Con ese fin, él gobierna el mundo
entero. Así lo expresa Proverbios 21:1: «Como canales
de agua es el corazón del rey en la mano del Señor;
Él lo dirige donde le place».

Él es un Dios grande para gente pequeña. Tenemos
grandes motivos para regocijarnos: sin saberlo, todos
los reyes, presidentes, primeros ministros y
cancilleres del mundo cumplen los decretos soberanos
de nuestro Padre que está en los cielos para que sus
hijos seamos conformados a la imagen de su Hijo, Cristo
Jesús.

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