En la antigua literatura rabínica, los salmos se denominaban tehillîm, que en hebreo significa «alabanzas». Una de las características más notables de esta colección sagrada de cánticos de alabanza es que al menos un tercio de ellos son lamentos. Se trata de cánticos que expresan de forma apasionada diferentes clases de angustia emocional, como la aflicción, el dolor, la confusión, la angustia, el arrepentimiento, el miedo, la depresión, la soledad o la duda.
Esto es significativo porque la presencia de tantas alabanzas de lamentación implica que Dios sabía que su pueblo le adoraría con frecuencia en medio de circunstancias angustiosas. El Espíritu Santo inspiró a poetas para que elaboraran «alabanzas» que nos pudieran proveer diferentes expresiones de adoración para las muchas experiencias dolorosas que experimentaremos.
Si los Salmos de lamentación son cánticos de alabanza inspirados por el Espíritu Santo para ayudarnos cuando pasamos por épocas dolorosas, entonces deberíamos conocerlos bien porque nos están enseñando importantes lecciones acerca de cómo puede ser adorado Dios dependiendo de las circunstancias. Algunas de las formas en las que estos poetas inspirados adoraron en su angustia a Dios podrían incomodarnos. El Salmo 89 es un buen ejemplo.
El líder de las lamentaciones
El Salmo 89 se atribuye a Etán el ezraíta. Según 1 Crónicas 6:31-48, Etán era uno de los tres jefes de clan de la tribu de Leví —los otros dos eran Hemán (Sal 88) y Asaf (Sal 50; 73-82)—, y se encontraba entre «los que David puso sobre el servicio de canto en la casa de Jehová» (1 Cr 6:31). Era un líder reconocido al que miles de personas acudían en busca de instrucción social y consejería espiritual. Sus palabras tenían peso.
Y en este salmo, Etán dirige al pueblo en un lamento. ¿A causa de qué? A causa de la aparente infidelidad de Dios a su pacto con David (y «aparente» es la palabra clave aquí).
En 2 Samuel 7, el profeta Natán le transmite a David una asombrosa promesa del Señor respecto a cuánto tiempo se sentaría su descendencia en el trono de Israel: «será afirmada tu casa y tu reino para siempre delante de tu rostro, y tu trono será estable eternamente» (2 S 7:16). Esto se convirtió en una parte crucial de la cosmovisión de Israel: Dios les había plantado en la Tierra Prometida y les había dado un gobierno estable que duraría para siempre.
Sin embargo, ocurrió algo terrible —posiblemente, la rebelión de Absalón de 2 S 15-18— que hizo que pareciera que Dios había roto «el pacto» y «profanado [la] corona [de David] echándola por tierra» (Sal 89:39; LBLA). Y en ese momento crítico, Etán compone un salmo para procesar a través de la adoración el dolor que experimentaban todos los que confiaban en la fidelidad de Dios.
La gran misericordia de Dios y su fidelidad
En los primeros dieciocho versículos, Etán se regocija de que la gran misericordia de Dios y su fidelidad están íntimamente entretejidas en su propio carácter.
- La gran misericordia de Dios y su fidelidad forman parte de la gloria y el poder por los que es amado, alabado y temido en «la gran congregación de los santos» y entre las huestes angelicales (Sal 89:5-8).
- La gran misericordia de Dios y su fidelidad hace que ejerza su dominio soberano sobre toda la creación: «los cielos, […] también la tierra; el mundo y su plenitud», sobre la «braveza del mar» y su criatura más temible —Rahab—, y sobre las grandes montañas, como el Tabor y el Hermón (Sal 89:9-12).
- La gran misericordia de Dios y su fidelidad son parte del «cimiento de [su] trono», que, en aquella época, se manifestó con claridad en el reino davídico que había establecido en Israel. Por todo ello, su pueblo le aclama gozoso y «en [su] nombre se alegr[a] todo el día» (Sal 89:13-16).
Etán le recuerda a Dios:
Porque tú eres la gloria de su potencia,
Y por tu buena voluntad acrecentarás nuestro poder.
Porque Jehová es nuestro escudo,
Y nuestro rey es el Santo de Israel (Sal 89:17-18).
Había mucho en juego. Si el pueblo de Dios no podía esperar en su gran misericordia y en su fidelidad, no podía regocijarse en él tal y como estaban haciéndolo.
La promesa que Dios hizo a David
Acto seguido, en los versículos 19-37, Etán le recuerda a Dios la promesa que hizo a David; promesa en la cual se encontraba la esperanza de su pueblo:
- Dios había entregado dicha promesa en una «visión a [su] santo» (presumiblemente el profeta Natán; Sal 89:19).
- Dios había elegido a David entre el pueblo y le había ungido como rey, le había fortalecido y le había prometido que sus enemigos no le vencerían (Sal 89:20-24).
- Dios prometió ser un Padre para él y hacerlo «el más excelso de los reyes de la tierra» (Sal 89:25-27).
- Dios prometió establecer la «descendencia [de David] para siempre», y si sus descendientes profanaban sus estatutos, los castigaría, pero no quitaría su «misericordia» de David, ni olvidaría su «pacto». Dios había «jurado por [su] santidad» y no mentiría «a David» (Sal 89:28-37).
No sé hasta qué punto Etán discernió las dimensiones mesiánicas del pacto davídico, pero esta sección está señalando proféticamente a Jesús, y cada una de dichas señales es digna de ser largamente meditada y atesorada. Pero al pueblo, estando en medio de la crisis, le parecía que la promesa de Dios había sido inesperadamente revocada.
¿Rompe Dios su promesa?
¿De verdad había roto Dios su promesa? Eso es exactamente lo que Etán le dice a Dios en los versículos 38-45. Y lo hace en términos muy claros.
- Le dijo a Dios: «Mas tú desechaste y menospreciaste a tu ungido, y te has airado con él. Rompiste el pacto de tu siervo; has profanado su corona [echándola por] tierra» (Sal 89:38-39).
- Le dijo a Dios cómo había exaltado a los enemigos de David haciendo que derrotaran a Israel en la batalla, y cómo las murallas de David habían sido traspasadas y su reino saqueado, convirtiéndolo en objeto de desprecio (Sal 89:40-44).
- Le dijo a Dios cómo había «acortado los días de [la] juventud [de David]» y lo había «cubierto de afrenta» (Sal 89:45).
Es esta sección la que puede hacernos sentir más incómodos. ¿Podemos realmente hablarle así a Dios?
La respuesta es «sí», y «no». Es «sí», si como Etán, tomamos la fidelidad de Dios con la mayor seriedad y amamos verdaderamente su gloria. La respuesta es «no», si como los israelitas después de cruzar el mar Rojo, solo estamos murmurando «contra Jehová» (Éx 16:7).
Etán no está agitando su puño en rebeldía contra Dios, sino que está exponiendo su caso para que Dios actúe por amor a su nombre. Etán no está acusando a Dios, sino intercediendo ante él. No ha perdido la fe en Dios, sino que está mostrando una fe audaz al pedirle a Dios que haga lo que prometió. Etán aún cree en la gran misericordia de Dios y en su fidelidad.
¡Acuérdate, oh, Jehová!
Precisamente por eso, Etán no termina su salmo con un poético «¡Olvídate de nosotros, oh, Jehová!», sino con una apasionada súplica: «¿Hasta cuándo, oh Jehová? […] ¡Recuerda […] acuérdate!». Dedica los versículos 46-52 a derramar el deseo de su corazón. Merece la pena leer dicho pasaje en su totalidad. Y cuando lo hagas, escucha —como hace Dios— el deseo del corazón que se encuentra tras las palabras angustiadas:
¿Hasta cuándo, oh Jehová? ¿Te esconderás para siempre?
¿Arderá tu ira como el fuego?
Recuerda cuán breve es mi tiempo;
¿Por qué habrás creado en vano a todo hijo de hombre?
¿Qué hombre vivirá y no verá muerte?
¿Librará su vida del poder del Seol? Selah
Señor, ¿dónde están tus antiguas misericordias,
Que juraste a David por tu verdad?
Señor, acuérdate del oprobio de tus siervos;
Oprobio de muchos pueblos, que llevo en mi seno.
Porque tus enemigos, oh Jehová, han deshonrado,
Porque tus enemigos han deshonrado los pasos de tu ungido.
Bendito sea Jehová para siempre.
Amén, y Amén (Sal 89:46-52).
¿Oyes su corazón? Etán anhela, para sí mismo y para su pueblo, experimentar el gozo de la gloria de la gran misericordia de Dios y su fidelidad. Sabe lo corta que es la vida y no quiere que ni él ni su pueblo mueran antes de volver a experimentarla. Este hombre tiene celo por el nombre de Dios. No quiere que se burlen del nombre de Jehová ni de los justos que confían en él. Eso es lo que impulsa el lamento de Etán.
Laméntate con audacia y fidelidad
Cuando leemos ahora el Salmo 89 a través de las lentes del nuevo pacto no hay duda de que vemos más claramente que Etán lo extenso que ha sido el alcance de la fidelidad de Dios para con David. Porque en Jesús, esta promesa a David encontró su increíble «Sí, [y] Amén» (2 Co 1:20).
Sin embargo, al igual que Etán el ezraíta, nosotros también experimentamos situaciones críticas cuando nos parece que Dios no está siendo fiel a sus promesas. Y es en esos momentos cuando descubrimos cuán preciosos son estos Salmos de lamentación. No solo nos proporcionan un lenguaje inspirado para orar en nuestro dolor, sino que nos enseñan la manera en la que podemos adorar a Dios en nuestro sufrimiento.
En el Salmo 89, Dios nos invita a ser audaces en nuestras oraciones de lamentación. Si el deseo de nuestro corazón es Dios mismo; si anhelamos, para nosotros y para nuestros hermanos, experimentar el gozo de la gran misericordia de Dios y su fidelidad; si nuestras palabras no son un refunfuño incrédulo, sino la expresión de una fe afligida, entonces es bueno ser directos con Dios. Él escucha y, recibe como adoración, la fe verdadera expresada en un grito de dolor.
Y podemos confiar en que, paralelamente, «el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles» (Ro 8:26).