Una vez cuando era pequeño y estaba en la playa,
perdí el punto de apoyo en la resaca entrando al
mar. Sentí como que iba a ser arrastrado al
medio del océano en un instante.
Fue algo aterrador. Intenté buscar la forma de
salir a flote y de orientarme. Pero no lograba
que el pie hiciera contacto con el suelo y la
corriente era demasiado fuerte para nadar. De
todos modos no era un buen nadador.
En medio del pánico, solo pude pensar en una
cosa: ¿Habrá alguien que pueda ayudarme? Pero ni
siquiera podía pedir ayuda estando bajo el agua.
Cuando sentí que la mano de mi padre me tomaba
por el brazo con una fuerza increíble,
experimenté la sensación más maravillosa del
mundo. Me rendí por completo y me dejé dominar
por su fuerza. Disfruté ser levantado por él,
según su voluntad. No puse resistencia.
Ni siquiera se me ocurrió tratar de mostrar que
las cosas no estaban tan mal, o de añadir mi
fuerza a la del brazo de mi padre. Todo lo que
pensé fue: ¡Sí! ¡Te necesito! ¡Gracias!
¡Amo tu fuerza, tu iniciativa, tu forma de
tomarme del brazo! ¡Eres asombroso!
En ese espíritu de rendición ante la muestra de
afecto, uno no puede jactarse. A esa rendición
al amor yo llamo «fe». Mi padre fue la
encarnación de la gracia venidera por la que
imploraba bajo el agua. Esta es la fe que
magnifica la gracia.
Al meditar en cómo vivir la vida cristiana, el
pensamiento preponderante debería ser:
¿cómo puedo magnificar la gracia de Dios en lugar
de anularla? Pablo contesta esa pregunta en
Gálatas 2:20-21: «Con Cristo he sido crucificado,
y ya no soy yo el que vive, sino que Cristo vive
en mí; y la vida que ahora vivo en la carne, la
vivo por fe en el Hijo de Dios, el cual me amó y
se entregó a sí mismo por mí. No hago nula la
gracia de Dios».
¿Por qué la vida de Pablo no anulaba la gracia de
Dios? Porque vivía por fe en el Hijo de Dios.
La fe dirige toda nuestra atención hacia la
gracia y la magnifica en lugar de anularla.
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