¿Pueden oír a Jesús cantar?
¿Sería un bajo o un tenor? ¿Habría quizás
un gangueo en su voz? ¿O tendría un tono
cristalino y sostenido?
¿Será que cerraba sus ojos para cantarle
al Padre? ¿O acaso miraba a sus discípulos
a los ojos y les sonreía con profunda camaradería?
¿Sería él quien solía empezar la canción?
¡No veo la hora de escuchar a Jesús cantar!
Creo que los planetas se sacudirían hasta el
punto de salirse de sus órbitas si él elevara su
voz de origen en nuestro universo. Pero nosotros
tenemos un reino inamovible; por eso, Señor, ven
y canta.
No podría haber sido de otro modo: el cristianismo
es una fe que canta. Su fundador cantaba. Él mismo
aprendió a cantar de su Padre. Seguramente han
estado cantando juntos antes desde la eternidad.
La Biblia dice que el objetivo de las canciones es
«alzar la voz con alegría» (1 Crónicas 15:16). No
hay nadie en el universo más alegre que Dios. Él
está infinitamente gozoso. Se ha regocijado desde
la eternidad en el panorama de sus propios atributos
reflejados perfectamente en la deidad de su Hijo.
El gozo de Dios es poderoso más allá del límite de
nuestra imaginación. Él es Dios. Al sonido de su voz
se crean galaxias. Y cuando canta motivado por el gozo,
se desprende más energía de la que existe en toda la
materia y el movimiento del universo.
Si Dios nos da canciones para desatar el deleite de
nuestro corazón en él, ¿no será porque él también sabe
cuánto gozo trae el desatar el deleite en sí mismo de
su propio corazón por medio de las canciones? Somos un
pueblo que canta porque somos hijos de un Dios que canta.
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