Si estás en Cristo, has sido justificado eternamente, irreversiblemente, gloriosamente.
Dios ha dictado su sentencia eterna sobre tu alma. Solo por la fe (Ro 5:1), gracias a la muerte y la vida de Jesucristo (Ro 5:9), no eres culpable, sino justo; no vas al infierno, sino al cielo; no eres condenado, sino justificado. Ya no tienes que preguntarte qué te depara el día del juicio. Aunque los hombres, los demonios y la conciencia desordenada te acusen, ya no hay condenación para ti (Ro 8:1). Deja que tu alma suspire aliviada: has sido justificado.
Y sin embargo, aunque suene sorprendente, también serás justificado. Como escribe el propio apóstol de la justificación: «por el Espíritu, aguardamos por la fe la esperanza de la justicia» (Gá 5:5), afirmación que parece sugerir alguna dimensión futura de la justicia que Dios nos reconoce en Cristo. En él, tenemos la justicia, y esperamos la justicia; hemos sido justificados, y seremos justificados.
Sospecho que a muchos, la dimensión futura de la justificación nos sorprende al principio, como una constelación que nunca habíamos visto antes. Pero entendida correctamente, hace que el cielo de nuestra esperanza celestial arda con más fuerza.
La salvación ya ocurrió — y todavía no
Decir que hemos sido y seremos justificados puede parecer un doble discurso. ¿Cómo es posible que la justificación ocurra tanto en tiempo pasado como en tiempo futuro? Pero los autores del Nuevo Testamento, y especialmente Pablo, hablan así todo el tiempo.
- Hemos sido adoptados (Ro 8:14-16) — y lo seremos (Ro 8:23).
- Hemos sido resucitados (Ef 2:4-6) — y lo seremos (1 Co 15:22).
- Hemos sido redimidos (Col 1:13-14) — y lo seremos (Efesios 4:30).
- Hemos sido santificados (1 Co 1:2) — y lo seremos (1 Ts 5:23).
- Incluso podemos decir que hemos sido glorificados (Ro 8:30; 2 Co 3:18) — y lo seremos (Col 3:4).
Tendemos a presentar los beneficios de la salvación en orden cronológico: hemos sido justificados, estamos siendo santificados y seremos glorificados, por ejemplo. Pero, como escribe Sinclair Ferguson: «No podemos pensar ni disfrutar de las bendiciones del evangelio ni aisladas ni separadas del propio Benefactor» (El Espíritu Santo, p. 102). En otras palabras, los beneficios de la salvación se parecen menos a los eslabones de una cadena abstracta y más a los radios unidos al centro de Cristo mismo (véase Saved by grace [Salvos por gracia], p. 16, para una imagen útil). «Toda bendición espiritual» vive en Cristo (Ef 1:3), y como nosotros estamos en Cristo, todas las bendiciones espirituales, en cierto sentido, ya son nuestras.
Y en otro sentido, todas las bendiciones espirituales no son todavía nuestras. «En el Nuevo Testamento —continúa Ferguson—, sigue habiendo un aspecto aún no consumado en cada faceta de la salvación» (p. 102-3), incluida la justificación.
La justificación futura
Por supuesto, debemos ser cuidadosos al hablar de la justificación futura. Gran parte del poder de la justificación se encuentra en tiempo pasado. «Hemos sido justificados» (Ro 5:1 NVI), dice Pablo, y lo dice en serio. Sin embargo, hay una dimensión futura de la justificación que nos espera.
Ya hemos señalado, por ejemplo, las palabras de Pablo en Gálatas 5:5: «aguardamos por fe la esperanza de la justicia». También podríamos mencionar la enseñanza de Pablo (haciendo eco de las palabras Jesús) de que todos, incluidos los creyentes, «compareceremos ante el tribunal de Cristo» (Ro 14:10; cf. 2 Co 5:10). Si el veredicto justificativo de Dios fuera solo en tiempo pasado, ¿por qué tendrían los cristianos que comparecer ante el tribunal de Dios? Además, tenemos otro indicio bíblico de que la justificación es, en cierto sentido, aún futura, un indicio que puede parecer sorprendente: nuestros cuerpos todavía se descomponen y mueren.
En el principio, Pablo nos recuerda: «El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte» (Ro 5:12). La muerte no es el final natural del proceso natural de la vida. La muerte es la pena y el castigo, el final antinatural de la vida bajo el pecado. Cada lápida es un testigo silencioso de la sentencia judicial de Dios sobre el hombre pecador: «Polvo eres, y al polvo volverás» (Gn 3:19).
En otras palabras, la muerte es el justo fin de los no justificados. Y aunque, en Cristo, hemos sido realmente justificados, seguimos muriendo como si no lo hubiéramos sido, como si siguiéramos bajo la misma sentencia condenatoria. Nuestros cuerpos, «[muertos] a causa del pecado» (Ro 8:10), esperan el día en que nosotros, que hemos recibido «el don de la justicia», «[reinaremos] en vida por uno solo, Jesucristo» (Ro 5:17).
Resucitados y justificados
La conexión entre la muerte y la condena profundiza la oscuridad del Viernes y el Sábado Santo. Cada gota de sangre derramada en la cruz y cada hora en la tumba, parecían confirmar la afirmación de los fariseos de que «ese hombre [era] pecador» (Jn 9:24). «Mientras permaneció en estado de muerte —escribe Richard Gaffin—, el carácter justo de su obra, la eficacia de su obediencia hasta la muerte fue cuestionada, de hecho, fue implícitamente negada» (Resurrection and Redemption [Resurrección y Redención], p. 121). Si la piedra no hubiera sido removida, Jesús habría permanecido muerto entre los no justificados.
Pero la piedra fue removida, de modo que Pablo puede cantar: «Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu» (1 Ti 3:16). Lo que sugiere que, en cierto sentido, la resurrección de Jesús, provocada por el Espíritu, sirvió para justificarlo, para declarar a todos que el supuesto «pecador» de la cruz era en realidad «el Santo y el Justo» (Hch 3:14). A pesar de las calumnias de sus enemigos, Jesús nunca pecó. Por esa razón, Pedro dice: «Era imposible que fuese retenido por [la muerte]» (Hch 2:24). La muerte, incapaz de apresar a un hombre sin pecado, se vio obligada a inclinarse ante los pies resucitados de Cristo.
La resurrección, por tanto, testifica que la sentencia de muerte de Génesis 3 ya no recae sobre una persona, que ahora está reconciliada con Dios y, por tanto, es apta para habitar con él en la tierra de los vivientes. En Cristo, por supuesto, nosotros también hemos sido resucitados (Ef 2:4-6), pero solo en espíritu, aún no en cuerpo. Lo que significa que nuestra justificación ya ocurrió y todavía no. Como escribe Gaffin:
Como los creyentes ya han resucitado con Cristo, han sido justificados; como todavía no han resucitado, aún deben ser justificados… «El hombre exterior», sujeto a la decadencia y al desgaste, mortal y destinado a la muerte, en cierto sentido, todavía espera la justificación. (By Faith, Not by Sight [Por fe y no por vista], p. 98-99).
Por ahora, el veredicto justificador de Dios permanece cubierto bajo nuestros cuerpos torcidos y rotos. Pero un día, «cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad» (1 Co 15:54), nuestra justificación será evidente para todos.
Nuestra absolución cósmica
El Catecismo Menor de Westminster nos ayuda a imaginar ese día: «Los creyentes, levantándose en gloria en la resurrección, serán públicamente reconocidos y absueltos en el día del juicio» (respuesta a la pregunta 38).
Dios ya nos ha «reconocido y absuelto» sobre la base de la muerte y resurrección de Jesús. Pero aún no lo ha hecho «públicamente». Como escribe Dane Ortlund: «La manifestación y vindicación pública de los pecadores ya justificados aún no se exhibe ante un mundo hostil» («Inaugurated Glorification» [Glorificación inaugurada], p. 119). Por ahora, vivimos en un mundo que se opone y niega nuestra justificación. El diablo todavía nos acusa. La conciencia nos condena injustamente. Nuestros cuerpos se arrugan, se debilitan y finalmente mueren bajo la pena de muerte del pecado, pero no para siempre.
En el día del juicio, nos presentaremos ante Dios y ante todo el mundo, con nuestros cuerpos resucitados como testimonio de que ya no somos polvo destinado al polvo, sino gloria destinada a la gloria (1 Co 15:48-49). Al «acusador de nuestros hermanos» (Ap 12:10) se le cerrará la boca, finalmente y para siempre. La conciencia ya no nos reclamará; los enemigos ya no nos calumniarán. Y lo que es más importante, Dios mismo, que ya nos ha reclamado en Cristo, anunciará a bombo y platillo su justa complacencia, tan lejos como el oriente está del occidente (Mt 25:21). Abierta y públicamente, nos justificará.
Ese día futuro no servirá como una segunda justificación, como si la primera fuera de alguna manera tentativa e incierta. Tampoco se apoyará en ningún otro fundamento que no sea el de Cristo, aunque las buenas obras realizadas por el Espíritu desempeñarán su papel como testigos públicos de la fe salvadora (2 Co 5:10). En ese día simplemente se consumará la justificación que Dios ya ha declarado sobre nosotros en Cristo. El canto que suena en nuestros corazones resonará por todo el cosmos (Ro 5:5).
Aguardamos por fe
En la galaxia de nuestra esperanza celestial, hay una estrella para ver y saborear. No solo seremos resucitados, salvados, adoptados y bienvenidos en casa en el día final; también seremos públicamente justificados. Diremos como el apóstol Pablo: «Pues nosotros por el Espíritu aguardamos por fe la esperanza de la justicia» (Gá 5:5).
El propio Pablo nos dice cómo unirnos a él en su espera: «Pues nosotros por el Espíritu aguardamos por fe la esperanza…». Doug Moo resume el significado de las palabras del apóstol: «Al apropiarse y vivir del poder del Espíritu, los creyentes esperan con confianza la confirmación definitiva de su condición de justos ante Dios» (Galatians [Gálatas], p. 329). Un día, el Espíritu resucitará nuestros huesos enterrados, coserá las articulaciones y los tendones y nos presentará para ser justificados públicamente, ante la mirada del universo. Mientras tanto, el mismo Espíritu hace crecer nuestra esperanza para ese día, haciéndonos poco a poco más justos ahora.
Nunca llegaremos a ser perfectamente justos en este mundo. Ni mucho menos. Pero las únicas personas que «aguardamos por fe la esperanza de la justicia» somos aquellas que «[tenemos] hambre y sed» por que la justicia llene nuestras palabras y hechos, nuestros pensamientos y sentimientos (Mt 5:6). Y así, mientras vivimos aquí, caminando en un cuerpo roto sobre una tierra rota, nos esforzamos por la justicia, esperando el día en que Dios nos corone públicamente con la justicia que ya es nuestra en Cristo.