Al final de su vida, mi amigo David se apoyó en la promesa de Cristo de que nos espera un reposo. La esperanza que encontró en esa promesa le reconfortó tanto que pasó sus últimos momentos dando testimonio a los demás.
Había soportado una larga y ardua lucha contra un enfisema terminal. Durante meses, estuvo yendo y viniendo entre el hospital y la rehabilitación, luchando contra el miedo, la duda y el agotamiento, ya que el simple hecho de respirar era en una pesada carga. «Estoy tan cansado» —decía entre bocanadas de aire— «Ojalá supiera lo que está haciendo Dios».
Sin embargo, incluso cuando David apenas podía respirar, sentía la urgencia de compartir la esperanza y la paz que obtenía de las promesas divinas, por lo que planificó diligentemente un funeral que ofreciera la esperanza del evangelio a todos los asistentes. Cuando mis hijos y yo le visitamos el día antes de su muerte, le encontramos sentado en una mesa con su ordenador portátil abierto escribiendo una carta que quería que se leyera durante el funeral. Jesús lo acogió en su seno poco más de veinticuatro horas después.
Tuve el privilegio de leer los pasajes que eligió para su funeral y se me saltaron las lágrimas cuando vi entre ellos su versículo favorito. Era un versículo que le había proporcionado un vaso de agua fresca en tiempos de aridez, y ahora se estaba asegurando que cuando se reunieran los que sufrirían por su muerte se les ofreciera esa agua para que ellos también encontraran consuelo: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas» (Mt 11:28-29).
Buscando el reposo oculto
En nuestro mundo, que valora más la productividad que la quietud, el reposo parece un regalo seductor, pero siempre nos esquiva. Un número asombroso de estadounidenses lucha contra la falta de sueño, y más de la mitad de los trabajadores de EE. UU. declaran tener síntomas de agotamiento en el trabajo.
La industria del turismo en EE. UU. genera más de un billón de dólares de ingresos cada año, ya que huimos de las ciudades donde residimos con la esperanza de que la brisa del mar, el aire de la montaña o un cambio de escenario puedan calmar por fin nuestros crispados nervios. Inevitablemente, cuando las semanas de vacaciones pasan volando y volvemos a casa quemados por el sol, cansados y desanimados, nos preguntamos cómo es que el reposo que buscábamos se nos ha vuelto a escapar. Aunque nuestro Señor nos llama a estar «quietos» y conocer que él es Dios (Sal 46:10), parece que nunca encontramos cómo hacerlo.
Mientras tanto, las tribulaciones de la vida nos agotan. Los negocios fracasan. Las catástrofes nos golpean. Los seres queridos enferman y algunos mueren. Nuestros cuerpos se marchitan y se rompen y, con ellos, nuestras esperanzas. El dolor y la soledad, la pena y la preocupación cargan nuestras almas, y nos encontramos rotos, sedientos, exhaustos y anhelando la tranquilidad, el alivio, el reposo; ese vaso de agua fresca que parece que nunca vamos a probar.
La caída hace que el reposo se nos escape
Anhelamos descansar porque Dios nos hizo a su imagen y semejanza, y cuando creó el mundo estableció un día de reposo (Gn 1:26; 2:2). Como reflejo suyo, nosotros también debemos hacer una pausa en nuestros trabajos y deleitarnos con su bondad. Desgraciadamente, por mucho que nos esforcemos o anhelemos, dicho reposo se nos escapa una y otra vez porque, aunque estamos hechos para descansar, también estamos caídos en el pecado.
Dios proporcionó el reposo desde el principio, paseando con Adán y Eva «en el huerto al fresco del día» (Gn 3:8, LBLA). Sin embargo, en su rebelión, nuestros primeros padres permitieron que entrara el pecado en el mundo, y al hacerlo, nos arrancaron del reposo con el Señor para el que fuimos creados. Desde la caída, el pecado ha manchado nuestro trabajo y ha revestido nuestros esfuerzos de cansancio: «maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida […]. Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra» (Gn 3:17, 19).
Arrancados de la comunión con nuestro Padre de amor y gracia, cansados en nuestros pecados, buscamos y anhelamos el reposo. Deseamos alivio, pero descubrimos que somos «como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo» (Is 57:20).
Desde la caída, la humanidad ha anhelado secretamente la paz que no proviene del trabajo de sus propias manos, sino de la comunión con el Creador soberano y lleno de amor «quien da a todos vida y aliento y todas las cosas» (Hch 17:25). Y, a lo largo de los siglos, los profetas se han aferrado a la promesa de Dios de que, aunque no podemos alcanzar dicho reposo por nosotros mismos, él nos preparará el camino y nos salvará.
El reposo prometido por Dios
Lamec esperaba que Dios diera reposo a través de su hijo, Noé: «Este nos dará descanso de nuestra labor y del trabajo de nuestras manos, por causa de la tierra que el Señor ha maldecido» (Gn 5:29, LBLA). Moisés y Josué también esperaban poder reposar en Canaán.
Sin embargo, incluso después de que las aguas de la inundación se retiraran, o de que los muros de Jericó se derrumbaran, la humanidad siguió siendo grandemente pecadora, angustiada y alejada del Dios del reposo. Cientos de años después, Dios describe a Israel como:
Pueblo es que divaga de corazón,
Y no han conocido mis caminos.
Por tanto, juré en mi furor
Que no entrarían en mi reposo (Sal 95:10-11).
Sin embargo, a través de sus profetas, Dios prometió un jubileo perpetuo, un día de reposo eterno, en el que los que lloran serán consolados, y la justicia y la alabanza brotarán «delante todas las naciones» (Is 61:11). Prometió la liberación del pecado y el dulce alivio de la comunión, por fin, con nuestro santo Dios, «misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad» (Éx 34:6).
Dios prometió que en Cristo encontraremos el reposo de nuestras almas.
Reposo para nuestras almas
Jesús invita a los que están cansados, trabajados y cargados a saborear el reposo que él ofrece (Mt 11:28-30). Alivio del yugo de la ley y de nuestras penosas labores. Descanso para el alma. La restauración de la presencia de Dios entre sus hijos, para permanecer juntos en su reposo por toda la eternidad.
Aquí y ahora, vivimos en un mundo afectado por el pecado. Pero cuando Cristo regrese, Dios habitará entre nosotros y enjugará toda lágrima de nuestros ojos, «y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron» (Ap 21:4).
Aunque nos encorvamos bajo el cansancio, cuando ponemos nuestra fe en Cristo, recibimos seguridad. Jesús volverá y lo hará como aquel que venció y ganó el reposo de su pueblo: «Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios. Porque el que ha entrado en su reposo, también ha reposado de sus obras, como Dios de las suyas» (He 4:9-10; cf. Jn 16:33).
Durante su paso por la tierra, mi amigo David sufrió el desarraigo, la adicción a las drogas, la impotencia y la desesperación de una vida mermada por la enfermedad. Sin embargo, en última instancia, ninguna de estas dificultades fue mayor que la promesa que Dios le hizo en Cristo: el reposo para su alma cansada. El mundo lo agotó, pero Cristo le prometió un yugo fácil. Una carga ligera. Un corazón, una mente y un cuerpo transformados por la gracia de Dios, solo por la fe, solo en Cristo.
Los efectos del pecado nos asfixian. Los tribulaciones que arrastramos nos aplastan. Pero en Cristo, los que trabajamos y estamos cargados encontramos reposo para nuestras almas. Y en él, tenemos depositada nuestra esperanza.
Kathryn Butler es una cirujana de trauma y cuidados intensivos convertida en escritora y madre educadora en el hogar. Es autora de El dragón y la piedra (La saga del guardián de los sueños). Ella y su familia viven al norte de Boston.