Por casi trescientos años, el cristianismo creció sobre un suelo mojado con la sangre de los mártires.
Hasta el período del emperador Trajano (cerca del año 98), la persecución estaba permitida pero no era legal. Desde Trajano hasta Decio (cerca del año 250), la persecución era legal, pero principalmente local. Desde Decio, quien odiaba a los cristianos y temía el impacto que ellos podrían tener en sus reformas, hasta el primer edicto de tolerancia en el 311, la persecución no era solo legal, sino que también fue difundida y generalizada.
Un escritor describió la situación de este tercer periodo en las siguientes palabras:
El horror se esparció por todas las congregaciones, y el número de los lapsi [aquellos que renunciaban a la fe cuando recibían amenazas]… era enorme. Sin embargo, no faltaban aquellos que se mantenían firmes y sufrían el martirio antes que ceder; y a medida que la persecución crecía y se intensificaba, el entusiasmo de los cristianos y su poder de resistencia se volvía más y más fuerte.
Por trescientos años, ser cristiano era un acto de gran riesgo para la vida de uno y las posesiones y la familia. Era una prueba para ver qué era lo que uno amaba más, y la situación extrema de esa prueba era el martirio.
Por encima de ese martirio, había un Dios soberano, que dijo que hay un número designado de mártires. Ellos tienen un rol especial en el establecimiento y empoderamiento de la iglesia. Tienen un papel especial en cerrarle la boca a Satanás, quien constantemente dice que el pueblo de Dios le sirve solo porque todo en la vida les va bien (Job 1:9-11).
El martirio no es accidental. No es encontrar a Dios con la guardia baja. No es inesperado. Y, lo afirmo categóricamente, no es una derrota estratégica por la causa de Cristo.
Podrá parecer una derrota, pero es parte de un plan celestial que ningún estratega humano podría haber concebido o trazado jamás. Y triunfará para todos aquellos que permanezcan firmes hasta el fin por la fe en la gracia de Dios.
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