El Dios feliz

Gran parte de la gloria de Dios es su
felicidad.

Para el apóstol Pablo, era inconcebible que
Dios pudiera estar privado del gozo infinito y
aun así ser sumamente glorioso. Para ser
infinitamente glorioso se debe ser infinitamente
feliz. Por eso habló en términos del glorioso
evangelio del Dios feliz: porque para Dios es
glorioso ser tan feliz como él es.

En gran parte, la gloria de Dios consiste en el
hecho de que él es más feliz de lo que jamás
podríamos imaginar.

Este es el evangelio: «El evangelio de la gloria
del Dios feliz». La gloriosa felicidad de Dios
es una buena noticia.

Nadie querría pasar la eternidad con un Dios
infeliz. Si Dios no fuera feliz, entonces la
meta del evangelio no sería una meta feliz,
y eso significaría que ese no es el evangelio
en absoluto.

Sin embargo, Jesús en efecto nos invita a pasar
la eternidad con un Dios feliz, al decir:
«entra en el gozo de tu señor» (Mateo 25:23).
Jesús vivió y murió para que este gozo —el gozo
de Dios— estuviera en nosotros y para que nuestro
gozo fuera completo (Juan 15:11; 17:13).
Por lo tanto, el evangelio es «el evangelio de
la gloria del Dios feliz».

La felicidad de Dios consiste, en primer lugar
y por sobre todo, en la alegría que tiene en su
Hijo. Por eso es que cuando tenemos parte en
la felicidad de Dios, tenemos el mismo deleite
que el Padre tiene en el Hijo.

Es por esta razón que Jesús nos dio a conocer
al Padre. Al final de la gran oración de
Juan 17, Jesús dijo a su Padre:
«Yo les he dado a conocer tu nombre, y lo daré
a conocer, para que el amor con que me amaste
esté en ellos y yo en ellos» (Juan 17:26).
Jesús dio a conocer a Dios para que el deleite
de Dios en su Hijo estuviera en nosotros y se
vuelva en nuestro deleite.

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