«El evangelio no es la forma de llevar a la gente al Cielo; es la forma llevar a la gente a Dios» (John Piper, Dios es el Evangelio).1
La gente suele describir los momentos cruciales de su vida como «el día en que Dios le dio la vuelta a mi mundo». Alguna experiencia, alguna conversación, alguna prueba, cambió radicalmente la forma en que se veían a sí mismos, sus vidas, sus relaciones y el mundo que les rodeaba. Pues bien, en mi segundo año de universidad, Dios le dio la vuelta a mi mundo.
Crecí en un hogar cristiano con padres cristianos que me amaban, y yo mismo me había convertido varios años antes de llegar a la universidad. Leía la Biblia y oraba casi todos los días. Formaba parte de una iglesia fiel que predicaba la Biblia, y estaba rodeado de amigos que eran creyentes maduros y comprometidos. Incluso estaba ministrando entre estudiantes de secundaria, compartiendo el evangelio y discipulándolos en la fe. Y entonces, en un momento —en una frase— Dios inundó de repente el evangelio con un nuevo significado, nuevos colores, nueva intensidad y gozo.
Sin embargo, para atraerme más profundamente al evangelio, Dios tuvo que confrontarme primero, pero fue una confrontación de lo más dulce, una reprimenda de lo más suave. La frase me arrolló allí mismo donde estaba sentado y ya nunca más he sido el mismo.
Cristo no murió para perdonar a los pecadores que siguen atesorando cualquier cosa por encima de ver y saborear a Dios. Y la gente que sería feliz en el Cielo si no estuviera Cristo, no estará allí. El evangelio no es una forma de llevar a la gente al Cielo; es una forma de llevar a la gente a Dios (p. 47; énfasis añadido).
La pregunta para nuestra generación
«El evangelio es la forma de llevar a la gente a Dios». El Evangelio es la forma de llevarme a mí a Dios. Fue el tipo de epifanía rara que es a la vez devastadora y emocionante. Es devastadora porque te das cuenta de lo mal que habías entendido algunas cosas. Y es emocionante porque te has topado con una tierra que nunca habías visto, un océano que nunca habías navegado, una comida exquisita que nunca habías probado.
Dios no es solamente el único camino al Cielo; él es lo que hace que anhelemos ir al Cielo. Él es la gran comida. Él es el océano salvaje y maravilloso. Él es el tesoro escondido en un campo y la perla de gran precio (Mt 13:44-46). John Piper te muestra el don extraordinario que es Dios mismo con una pregunta penetrante:
La pregunta crucial para nuestra generación —y para cualquier generación— es esta: Si pudieras tener el Cielo, sin ninguna enfermedad, con todos los amigos que has tenido en la tierra, toda la comida que te ha gustado, todas las actividades recreativas que has disfrutado, todas las bellezas naturales que has visto, todos los placeres físicos que has probado y ningún conflicto humano ni ningún desastre natural, ¿podrías estar satisfecho con el Cielo, si Cristo no estuviera allí? (p. 15).
¿Podrías tú?
¿Podría yo? Esa fue la pregunta que hizo que el Cielo se convirtiera en una realidad para mí. ¿Podría estar satisfecho en un Cielo sin Cristo? Y si no, si Cristo era realmente lo que hacía del Cielo una eternidad que valía la pena anhelar, ¿por qué no estaba haciendo más por conocerlo y gozarme en él aquí y ahora en la tierra?
¿Quién es el Cielo?
«El evangelio no es la forma de llevar a la gente al Cielo; es la forma de llevar a la gente a Dios». ¿Pero qué dice Dios? ¿Habla de esta manera de sí mismo, del evangelio y del Cielo?
El apóstol Pablo sabía que Dios era el mayor regalo del evangelio:
Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él (Fil 3:7-9).
El verdadero tesoro, el que supera a todos los demás, es conocerlo a él, ganarlo a él, tenerlo a él.
¿Por qué murió Cristo en la cruz? El apóstol Pedro dice: «Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios» (1 P 3:18; (énfasis añadido). Sufrió, sangró y murió no solo para que fuéramos perdonados y librados del Infierno, sino para que tuviéramos a Dios. La peor consecuencia del pecado no es el fuego eterno, sino «ser excluidos de la presencia del Señor» (2 Ts 1:9). El Infierno será agonizante y espantoso por muchas razones, pero ninguna más alta que la de estar privado de Dios mismo. Los condenados seguirán experimentando la presencia de Dios (Ap 14:10), pero será una presencia de ira espantosa, en vez de una de gracia y gozo. Nunca tendrán a Dios.
Los redimidos, sin embargo, cantan: «Entraré al altar de Dios, al Dios de mi alegría y de mi gozo» (Sal 43:4; énfasis añadido). «Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo; delicias a tu diestra para siempre» (Sal 16:11; (énfasis añadido). No solo alegría, gozo y delicias junto a él o alrededor de él, sino sobre todo, gozo en él. Él es el gozo. Él es la delicia. Su presencia es el Paraíso; y lo sería aunque nos quitaran todo lo demás que amamos y queremos.
Y, en Cristo, experimentamos esa presencia en parte incluso ahora. Sí, el pecado que aún permanece en nosotros y sus consecuencias interfieren con dicha experiencia, pero cuando Dios es nuestro gozo, saboreamos el verdadero gozo aquí y ahora. Saboreamos los placeres de la vida cotidiana aquí y ahora, y dichos placeres durarán para siempre allí. Y por eso oramos oraciones como la del Salmo 42:1: «Como el ciervo brama por las corrientes de las aguas, así clama por ti, oh Dios, el alma mía» (énfasis añadido). No por la liberación, ni por el perdón, ni por la curación, ni por la provisión, ni por el alivio, ni por la reconciliación, sino por él: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo» (Sal 42:2). No por los regalos buenos y perfectos que Dios da, sino por el regalo mucho más alto que es Dios mismo.
El Cielo de los nuevos cielos
Mientras esperamos y anhelamos llegar al Cielo, muchos de nosotros nos aferramos a promesas como la de Apocalipsis 21:4: «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron». No más lágrimas, no más muerte, no más clamor, ni llanto, ni dolor. Apenas podemos imaginar lo dulce que será que estas cosas no estén presentes en el Cielo; será un mundo sin ensombrecimiento alguno.
El Cielo, sin embargo, no se definirá por las ausencias; el Paraíso se definirá por una presencia que todo lo satisface. Cuando Dios se convierte en Cielo para nosotros, el versículo 3 se eleva y eclipsa incluso las preciosas promesas del versículo 4:
Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más […]. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios (Ap 21:1, 3).
¿Qué es mejor que un mundo sin pecado, ni dolor, ni muerte? Un mundo con Dios. Sí, él enjugará nuestras lágrimas. Sí, él sanará nuestras heridas y curará nuestras enfermedades. Sí, él acabará por fin con ese terrible enemigo que es la muerte. Pero dichas bendiciones, aunque infinitamente maravillosas, serán como simples charcos comparados con el vasto océano de tenerlo y ser suyo. Un Dios capaz de secar cada lágrima de cada ojo será nuestro Dios. Un Dios capaz de curar todo cáncer se entregará a nosotros; ¡a nosotros! Un Dios capaz de vaciar tumbas y derrotar a la muerte vivirá con nosotros, y para nosotros, para siempre.
No permitas que todo lo que Dios puede hacer por ti te ciegue a todo lo que puede ser para ti. No pases mucho tiempo chapoteando en los charcos no sea que nunca llegues a ver el océano, y no te conformes con ninguna oferta de Cielo que no lo tenga a él en el centro.
1. Las citas del libro de Piper no han sido tomadas de la edición en español, sino que han sido traducidas directamente del original en inglés. (N. del T).
Artículos relacionados:
Marshall Segal es escritor y editor gerente de desiringGod.org. Es el autor de Not Yet Married: The Pursuit of Joy in Singleness & Dating. Se graduó de Bethlehem College & Seminary. Él y su esposa, Faye, tienen dos hijos y viven en Minneapolis.