Mi esposa, Julie, y yo tuvimos la hermosa y desafiante tarea de criar seis hijos, todos ellos ya adultos.
Cuando uno de nuestros hijos entró en la adolescencia, empezó a cuestionar todo lo que le habíamos enseñado. Nos convertimos en sus enemigos, el engaño se convirtió en su amigo, y nuestro hogar se convirtió en un campo de batalla. Su frase favorita era: «¡Cuando tenga 18 años, me iré de aquí!».
Al ver la dirección en la que se dirigía, reconsideré nuestros objetivos como padres. Antes de que se fuera de casa, queríamos que fuera capaz de pensar por sí mismo, que necesitara cada vez menos nuestro consejo, y darle mayor libertad para tomar sus propias decisiones. Pero ese enfoque solo reforzó su orgullo y su rebelión.
No es sorprendente que ese sea el mensaje de nuestra cultura. Deberíamos criar a nuestros hijos para que sean independientes, piensen por sí mismos y hagan todo por ellos mismos. Celebramos la primera vez que notan que su auto casi no tiene gasolina y llenan el tanque. Nos sorprendemos cuando deciden no aventurarse con un grupo de amigos moralmente cuestionables. Esperamos el día en que aprendan a abrir una cuenta corriente, pagar una factura e inscribirse en una clase, todo por sí mismos.
Todo eso puede ser una prueba de madurez. Pero ninguna de ellas está necesariamente enraizada en el temor del Señor, que es el principio de la sabiduría (Pr. 9:10). Si el pensamiento independiente es lo único que buscamos en nuestros hijos, puede que nos falte uno de los aspectos más importantes de lo que significa ser maduro: la humildad.
Más dependiente, no menos
Fue en esa época que empecé a considerar a los adultos que respetaba. No hacían las cosas por sí mismos. Frecuentemente preguntaban a los demás sobre sus decisiones, sus acciones y sus corazones. En lugar de vivir vidas secretas, compartían libremente las tentaciones con las que luchaban, áreas en las que habían caído y preguntas con las que lidiaban.
Entonces me di cuenta. Las personas más maduras de mi vida no fueron las que menospreciaron la aportación y el consejo de los que los rodeaban, sino quienes aceptaban e incluso buscaban estas cosas. La conciencia de sus debilidades hacía que buscaran otras perspectivas.
Entender esto arrojó nueva luz sobre nuestros objetivos como padres. Si queremos preparar a nuestros hijos para que vivan solos, debemos prepararlos para que reconozcan que necesitan ayuda, de Dios y de los que él coloca a su alrededor.
La madurez, definida bíblicamente
Debido a la naturaleza engañosa del pecado, nunca dejaremos de necesitar a los demás. Y cuanto más conscientes somos de esa verdad, más maduros somos. Así que aprendimos que los adolescentes maduros (y los adultos) tienen al menos tres características.
1. Son abiertos.
«El que vive aislado busca su propio deseo, contra todo consejo se encoleriza» (Pr. 18:1, LBLA).
Puede que esté bien que los padres de un adolescente no sepan la contraseña de su ordenador o la clave de su teléfono, pero desde luego no es prudente. Eso se debe a que «el que confía en su propio corazón es necio; mas el que camina en sabiduría será librado» (Pr. 28:26). Así que un adolescente maduro comparte sus tentaciones, conversaciones y puntos de vista con sus padres sin necesidad de que lo obliguen a mantener abierta la puerta. No busca aislarse, sino que busca los ojos y la aportación de aquellos que se preocupan por su alma. Regularmente abre la puerta de su corazón antes de que sus padres toquen el timbre.
2. Agradecen la corrección.
«El que ama la instrucción ama la sabiduría; mas el que aborrece la reprensión es ignorante» (Pr. 12:1; ver también Pr. 15:32).
La Biblia nos dice que solo los ignorantes odian la reprimenda. Un joven adulto maduro escuchará cuando se le corrija, sabiendo que siempre habrá pecados que debe ver con mayor claridad, sus consecuencias y las oportunidades para ser más como Cristo. Cuanto más maduro sea mi adolescente, menos justificará, racionalizará y excusará sus acciones, o responderá con ira o a la defensiva cuando se le cuestione o se le corrija.
3. Buscan consejo.
«Si clamares a la inteligencia, y a la prudencia dieres tu voz; si como a la plata la buscares, y la escudriñares como a tesoros, entonces entenderás el temor de Jehová, y hallarás el conocimiento de Dios» (Pr. 2:3-5)
Dar la bienvenida a la corrección es una cosa. Correr tras ella es otra. Nuestros hijos siempre necesitarán ayuda, y es humilde buscarla, primero en la palabra de Dios, pero segundo en los padres, amigos sabios, pastores y otros a los que respetan. Por eso, a medida que nuestros hijos crecen, los animamos a pedir sabiduría, no permiso. Si van a vivir de forma independiente, queremos hacer algo más que darles respuestas de «sí» o «no». Deseamos que aprendieran a procesar las decisiones a través de un lente bíblico.
Fruto del evangelio
Estas tres características de la madurez son el efecto natural de creer en el evangelio, lo que nuestro hijo finalmente hizo, por la gracia de Dios. Nos permitieron establecer, en palabras de Tedd Tripp, «caminos hacia la cruz». Aquellos que confían en que Jesús murió por sus pecados, soportando la ira de Dios como su sustituto, ya no tienen nada de que jactarse excepto de la cruz. Entienden el peligro, el engaño y el poder destructivo del pecado y su incapacidad para combatirlo por sí mismos. Así que se abren a los demás, acogen con agrado la retroalimentación, y hacen muchas preguntas.
Definir la madurez de forma bíblica para nuestros hijos hizo que la transición a la edad adulta fuera mucho más fácil. Cuando se fueron de casa no fue un acto de independencia o de liberación. Fue el fruto de entender finalmente cuán poco confiables eran sus corazones.
Y en ese momento, supimos que eran lo suficientemente maduros para enviarlos por su cuenta, no porque fueran autosuficientes, sino porque habían aceptado su necesidad de ayuda de otros y sabían que tenían un Salvador que nunca les fallaría.
Bob Kauflin es el director de Sovereign Grace Music. Equipa a pastores y músicos en la teología y la práctica de la adoración congregacional, y sirve como pastor en la Iglesia Sovereign Grace en Louisville, Kentucky. Escribe en worshipmatters.com y es autor de True Worshipers: Seeking What Matters to God. Bob y su esposa, Julie, tienen seis hijos y un número creciente de nietos.