La fe está en perfecta armonía con la gracia
venidera de Dios: se corresponde con la
libertad y la plena suficiencia de la gracia,
y dirige nuestra atención a la gloriosa
fiabilidad de Dios.
Una de las implicaciones importantes de esta
inferencia es que la fe que justifica y la fe
que santifica no son dos clases de fe distintas.
Santificar simplemente quiere decir hacer santo
o transformar en semejanza a Cristo. Todo esto
es por gracia.
Por lo tanto, también debe ser por fe, porque
la fe es la acción del alma que se conecta con
la gracia, y la recibe, y la canaliza para
convertirla en poder para obedecer, y la
protege para que no quede anulada a causa de la
jactancia humana.
Pablo hace explícita esta relación entre la fe
y la santificación en Gálatas 2:20 («vivo por fe»).
La santificación es por el Espíritu y por la fe;
dicho en otras palabras, es por gracia y por fe.
El Espíritu es el «Espíritu de gracia»
(Hebreos 10:29). El hecho de que Dios nos haga
santos es obra de su Espíritu, pero el Espíritu
obra mediante la fe en el evangelio.
La simple razón por la que la fe que justifica es
también la fe que santifica es que tanto la
justificación como la santificación son la obra de
la gracia soberana. No son el mismo tipo de obra,
pero ambas son la obra de la gracia.
La santificación y la justificación son
«gracia sobre gracia».
La fe es la consecuencia natural de la libertad
de la gracia. Si tanto la justificación como la
santificación son la obra de la gracia, es lógico
que ambas sean por fe.
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