Es mucho más piadoso y más fidedigno explicar a Dios en referencia al Hijo y llamarlo «Padre», que otorgarle el nombre únicamente en referencia a sus obras y llamarlo «no engendrado».
Cuando era niño, reaccionaba casi de forma visceral a la Palabra Dios. Para mí, era una Palabra de filo cortante que atravesaba todas las demás. Cuando la enseñaban, me sentía a la vez llamado e inquieto. Ya entonces sabía lo suficiente como para entender por qué la proclamación de dicha Palabra me hacía sentir llamado. Comprendía que Dios era alto y santo; y yo no lo era.
¿Pero por qué me sentía inquieto? Esa pregunta me atormentó durante años. No era simplemente porque Dios me trascendiera, no era solamente su deslumbrante perfección, pues solo tenía la más tenue apreciación de esas realidades. Lo que no podía expresar en ese momento era que Dios en su gloria no era en consecuencia hermoso para mí. Su santidad me inquietaba, no solo porque me exponía como pecador, sino porque no lo veía manifiestamente a él como bueno.
Y así, me encontré interesado en el Cielo, interesado en la salvación e, incluso, interesado en Jesús, pero no atraído por Dios. Ansiaba escapar del Infierno e ir al Cielo, pero la presencia de Dios no era lo que me estimulaba a ello. Todo lo contrario, habría estado mucho más cómodo en un Paraíso sin Dios. Al mismo tiempo, me encantaba la idea de la justificación solo por la fe, pero no podía creerla del todo, porque, sencillamente, Dios no me parecía tan generoso.
Rescatado del Dios sin sonrisa
Siempre he sido un ávido bibliófilo, y de adolescente comencé a sentirme atraído de forma especial por las obras de los reformadores y puritanos. Y hubo uno que pronto destacó entre los demás: Richard Sibbes.
El modo en que Sibbes describía la ternura, la benevolencia y la belleza sin par de Jesús era totalmente fascinante. Y sabía que tenía razón. Sin embargo, no tenía sentido. ¿Cómo podía el Hijo de Dios ser tan hermoso cuando Dios no lo era? A lo mejor era —razoné vagamente— que la bondad del Hijo no era más que un escaparate. Jesús era la hermosa fachada detrás de la cual se escondía un ser más sombrío: un Dios sin sonrisa, más escaso en compasión y bondad.
Así pues, tal vez no es de extrañar que de pronto me viera rodeado de libros acerca de los arrianos, ese grupo del s. IV que sostenía que el Hijo era un ser diferente del Padre. Entonces conocí a Atanasio. Mientras que los otros escritores me parecían aburridos, él tenía un brillo en los ojos y una mente que veía con la claridad que ninguno de los otros tenía. Era como si viviera en una soleada tierra alta, libre de la niebla que nubla los intelectos más mundanos. Una de sus frases penetró en mí:
Es mucho más piadoso y más fidedigno explicar a Dios en referencia al Hijo y llamarlo «Padre», que otorgarle el nombre únicamente en referencia a sus obras y llamarlo «no engendrado» (Contra los arrianos, 1.34).1
La cita no me golpeó de inmediato. En mi caso, empezó más bien como una piedrecita en el zapato. Me molestaba. Pero cuanto más me molestaba, más llegaba a verlo como la joya más radiante del pensamiento de Atanasio, y la frase más alucinante jamás escrita fuera de las Escrituras.
El Dios que es Padre
El concepto de Atanasio era que la forma correcta de pensar en Dios es empezando por Jesucristo, el Hijo de Dios. Él es «el resplandor de su gloria [la del Padre], y la imagen misma de su sustancia» (He 1:3). Él es la Palabra y la revelación de Dios. Nuestro concepto de Dios no puede comenzar con una definición abstracta de nuestra propia invención. Ni siquiera puede empezar por considerar a Dios en primer lugar y por encima de todo como Creador («en referencia a sus obras»). Porque si la esencia de la identidad de Dios es que es el Creador, entonces necesita crear algo para ser quien es.
No podemos llegar a un verdadero conocimiento de quién es Dios en sí mismo simplemente mirándolo como Creador. Debemos escuchar cómo se ha revelado a sí mismo; y Dios se ha revelado en su Hijo. A través del Hijo, transcendemos la creación y vemos la identidad eterna y esencial de Dios. A través del Hijo, vemos a un Dios que nunca hubiéramos podido imaginar: el Dios que es Padre.
Si intentamos conocer a Dios «en referencia a sus obras», no percibiremos la paternidad de Dios. La bondad de Dios reflejada en Cristo nos parecerá algo ajeno y no un hermoso atributo suyo. Si nuestros pensamientos acerca de Dios se basan en algo que no es el Hijo, tendremos que deducir que Dios no tiene nada de la belleza que vemos en Cristo. Cuando pensemos en su gloria, la imaginaremos como algo bastante parecido a la nuestra. No nos atreveremos a soñar con el tipo de gloria que se reveló en «la hora» del Hijo en su glorificación en la cruz (Jn 12:23, 27-28). Y, por tanto, albergaremos tristes dudas acerca del Dios «verdadero», el Dios que está detrás de esa gloriosa autorevelación.
El Padre es como el Hijo
Atanasio le mostró a este pecador dubitativo y receloso de Dios, que no hay ningún Dios en el Cielo que no sea como Jesús. En el Hijo de Dios vemos resplandecer todas las perfecciones de Dios—el amor, el poder, la sabiduría, la justicia y la majestad divina—, y las vemos definidas de forma muy diferente a nuestras expectativas manchadas por el pecado.
En el Hijo de Dios no vemos a un Dios altivo, reacio a derramar su amor. Vemos a uno que viene en gracia salvadora cuando aún éramos pecadores. En él vemos una gloria completamente diferente a la necesidad que tenemos de buscar egoístamente los aplausos. Vemos a un Dios que se entrega a sí mismo de manera superabundante. Vemos a un Dios inmaculado en todos los sentidos: una fuente de bondad desbordante. En él —y solo en él— vemos a un Dios que es hermoso, un Dios que conquista nuestros corazones.
Este concepto cambió toda mi vida. Implicó que, en vez de intentar arrebatarle a Dios recompensas que él no me ha prometido y, atesorar el «Cielo» y la «vida eterna» como cosas en sí mismas, llegué a atesorarlo a él. Dios mismo, se ha dado a conocer a través de Cristo, y se ha convertido en el verdadero objeto de mi adoración. Y con ello, la brillante frase de Atanasio cobró sentido, pues yo, como él, encontré en Cristo un Dios del que podía disfrutar verdadera y maravillosamente.
1. Traducido directamente de la cita en inglés. (N. del T.).