La fe tiene un apetito insaciable por experimentar
la gracia de Dios tanto como pueda. Es por eso
que la fe nos empuja hacia el río donde la gracia
de Dios fluye más libremente, es decir, el río
del amor.
¿Qué otra fuerza nos moverá de nuestras salas de
contentamiento para cargar sobre nosotros las
inconveniencias y los sufrimientos que el amor
requiere?
¿Qué nos impulsará…
· a saludar a desconocidos cuando nos sintamos
tímidos?
· a buscar a un enemigo y pedirle la
reconciliación cuando nos sentamos indignados?
· a diezmar si jamás lo habíamos intentado?
· a hablarle a nuestros colegas de Cristo?
· a invitar a nuestros nuevos vecinos a un estudio
bíblico?
· a cruzar culturas con el evangelio?
· a crear un nuevo ministerio para los
alcohólicos?
· a pasar toda una tarde manejando una camioneta?
· a invertir una mañana orando por renovación?
Ninguno de estos actos costosos del amor ocurre de la
nada. Son impulsados por un nuevo apetito: el anhelo
de la fe por la experiencia más completa de la gracia
de Dios.
La fe ama depender de Dios y verlo obrar milagros en
nosotros. Por esto, la fe nos impulsa hacia la
corriente donde el poder de la gracia venidera de Dios
fluye más libremente: la corriente del amor.
Creo que Pablo se refería a esto cuando dijo que debemos
«sembrar para el Espíritu» (Gálatas 6:8). Por fe,
debemos plantar las semillas de nuestra energía en los
surcos donde sabemos que el Espíritu está obrando para
producir fruto: los surcos del amor.