La mansedumbre empieza cuando ponemos nuestra
confianza en Dios. Entonces, porque confiamos
en él, le entregamos nuestros caminos y
echamos sobre él nuestras ansiedades o
frustraciones, nuestros planes, nuestras
relaciones, nuestro trabajo y nuestra salud.
Luego esperamos con paciencia en el Señor.
Confiamos en que su tiempo y su poder y su
gracia obrarán de la mejor manera para su
gloria y para nuestro bien.
El resultado de confiar en Dios y de echar
sobre él nuestras ansiedades y de esperar con
paciencia en él es que no damos lugar al enojo
fácil y quejumbroso. Por el contrario, damos
lugar a la ira de Dios: le entregamos a él
nuestra causa y dejamos que él nos revindique
si fuera su voluntad hacerlo.
Es entonces que por esta apacible confianza en
él, como dice Santiago, nos volvemos prontos
para oír y tardos para hablar (Santiago 1:19).
Nos volvemos más razonables y abiertos a
recibir correcciones.
La mansedumbre ama aprender. Además considera
que los golpes que pueda recibir de parte de
un amigo son invaluables. Y cuando se ve
obligada a hacer una crítica a una persona
envuelta en el pecado o el error, habla desde
la profunda convicción de su propia
falibilidad, su propia susceptibilidad al
pecado y su absoluta dependencia en la gracia
de Dios.
La calma, la predisposición a aprender y la
vulnerabilidad propias de la mansedumbre son
muy hermosas y también muy dolorosas. Van en
contra de todo lo que somos según nuestra
naturaleza pecaminosa. Ejercer la mansedumbre
exige una ayuda sobrenatural.
Si son discípulos de Jesucristo es decir, si
confían en él y le entregan sus caminos y
esperan con paciencia en él Dios ya ha empezado
a ayudarlos y los ayudará aún más.
Y la manera principal en la que los ayudará es
confirmando en su corazón que son coherederos
con Cristo, y que el mundo y todo lo que hay
en él es su herencia.
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