Si esto era cierto para los desterrados de
Dios en Babilonia, cuánto más cierto será
para los exiliados cristianos de este mundo
«babilónico». ¿Qué se supone que hagamos
entonces?
Debemos hacer las tareas ordinarias que hacen
falta llevar a cabo: edificar casas, vivir
en ellas, plantar huertos. Nada de esto nos
contamina si uno lo hace para el verdadero Rey
y no solo para que los demás lo vean, como hacen
los que quieren agradar a los hombres.
Procuremos el bienestar del lugar adonde Dios nos
envió. Pensemos que somos enviados de Dios a ese
lugar, porque en verdad lo somos.
Oremos al Señor por nuestra ciudad. Pidamos que
cosas grandes y buenas sucedan ahí. Es evidente
que Dios no es indiferente respecto al bienestar
de ese lugar. Una razón para creerlo es que, en
el bienestar de la ciudad, su pueblo también haya
bienestar.
Esto no significa que debemos dejar de vivir como
exiliados. De hecho, le hacemos más bien a este
mundo al mantenernos libres de sus atracciones y
deseos, perseverando en nuestra posición. Servimos
más a nuestra ciudad tomando nuestros valores de la
ciudad «que está por venir» (Hebreos 13:14). Le
hacemos el mayor bien cuando llamamos a tantos
ciudadanos como nos sea posible a convertirse en
ciudadanos de «la Jerusalén de arriba» (Gálatas 4:26).
Vivamos de un modo que haga que los habitantes de
nuestra ciudad deseen conocer a nuestro Rey.
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