Hay dos razones principales por las que los
cristianos debemos amar a nuestros enemigos
y hacerles bien.
La primera es que esto revela un aspecto del
carácter de Dios: Dios es misericordioso.
«Él hace salir su sol sobre malos y buenos,
y llover sobre justos e injustos» (Mateo 5:45).
«No nos ha tratado según nuestros pecados, ni
nos ha pagado conforme a nuestras iniquidades»
(Salmos 103:10).
«Sed más bien amables unos con otros,
misericordiosos, perdonándoos unos a otros, así
como también Dios os perdonó en Cristo»
(Efesios 4:32).
Por lo tanto, cuando los cristianos vivimos de
este modo, mostramos una parte del carácter
de Dios.
La segunda razón es que el corazón de los
cristianos está satisfecho en Dios y no se deja
llevar por la sed de venganza, ni por el deseo
de exaltarse a sí mismo, ni por el dinero, ni
por la seguridad terrenal.
Dios se ha convertido en nuestro tesoro que
todo lo satisface, y es por eso que no
tratamos a nuestros adversarios conforme a
nuestras propias necesidades e inseguridades,
sino conforme a nuestra plenitud en la gloria
de Dios, que todo lo satisface.
Hebreos 10:34 dice: «Aceptasteis con gozo el
despojo de vuestros bienes [es decir, sin
tomar represalias], sabiendo que tenéis para
vosotros mismos una mejor y más duradera
posesión». Lo que nos libra del impulso de
tomar venganza es la confianza profunda en
que este mundo no es nuestro hogar, y que
Dios es nuestra recompensa, absolutamente
segura y suficiente.
Por lo tanto, podemos apreciar que ambas
razones para amar a nuestros enemigos producen
un resultado fundamental: Dios se muestra como
realmente es, es decir, como un Dios
misericordioso y gloriosamente suficiente para
nosotros.
El objetivo más importante de ser
misericordiosos es glorificar a Dios: hacer que
se vea grandioso a los ojos de los hombres.
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