En una discusión muy tensa con los fariseos, Jesús pronunció algunas de las palabras más importantes que se han dicho sobre la importancia de las palabras que decimos:
«Porque de la abundancia del corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca buenas cosas; y el hombre malo, del mal tesoro saca malas cosas. Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado» (Mt 12:34-37).
Qué pensamiento tan inquietante. Las palabras que decimos (¡y escribimos!), lo pensemos o no, son reveladoras fiables de lo que nuestro corazón realmente valora. Y algún día, cuando comparezcamos ante el «tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo» (2 Co 5:10), nuestras palabras —incluso las ociosas— serán presentadas como testigos.
Lo que revelan las palabras
Cuando Jesús dijo que hablamos de la «abundancia» de nuestros corazones (Mt 12:34), ¿qué quiso decir? La mejor manera de responder a esta pregunta es mirar el contexto.
Jesús acababa de liberar a un hombre endemoniado. Y la multitud que presenció este prodigio no pudo evitar preguntar si Jesús era el tan esperado Mesías, el Hijo de David. Los fariseos, que hacían todo lo posible por erradicar esta idea, tenían una respuesta preparada: «Este no echa fuera los demonios sino por Beelzebú, príncipe de los demonios» (Mt 12:24).
Jesús respondió con una de sus más contundentes reprimendas, exponiendo la flagrante hipocresía en la acusación de los fariseos, advirtiéndoles del terrible peligro de blasfemar contra el Espíritu Santo (Mt 12:31-32). Y entonces se refirió a lo que revelan las palabras.
Jesús utilizó las palabras de los fariseos para desenmascarar el poder maligno que los impulsaba: la maldad de sus propios corazones. Habían escogido sus palabras cuidadosa y deliberadamente para lograr un fin deseado: influir en la opinión pública contra Jesús, sembrando semillas de sospecha en la mente de las personas mediante esta acusación sin fundamento. Al hacerlo, calificaron intencionadamente de malo el «fruto bueno» que Jesús estaba dando al liberar a un hombre de la opresión demoníaca, sin reconocer el «fruto malo» que ellos estaban dando al utilizar medios deshonestos para desacreditar a Jesús (Mt 12:33).
Los fariseos estaban tan cegados por sus propios intereses pecaminosos que no reconocían el peligro espiritual en el que se encontraban; no discernían la influencia demoníaca que les movía a llamar demoníaco al poder del Espíritu Santo. Hablaban de la abundancia del tesoro del mal en sus corazones.
Incluso las palabras ociosas
En ese momento, todos los que estaban escuchando podrían haber tenido ganas de alejarse un poco de los fariseos, por si acaso caía un rayo. Pero entonces la advertencia de Jesús respecto a las palabras se amplía de repente para incluir a todo el mundo:
«Mas yo os digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio. Porque por tus palabras serás justificado, y por tus palabras serás condenado» (Mt 12:36-37).
La acusación de los fariseos contra Jesús no parece ser un ejemplo de palabras ociosas; ellos elaboraron su acusación meticulosamente. Pero Jesús quería que ellos y nosotros supiéramos que la abundancia de nuestros corazones se revela no solo en nuestras palabras premeditas y deliberadas, sino también en las ociosas. Esto lleva las cosas a un nivel totalmente diferente.
«Ocioso» es una buena traducción de la palabra griega argon. Las palabras ociosas pueden ser palabras frívolas, inútiles y fuera de lugar. Pueden ser palabras que soltamos cuando perdemos la paciencia o que utilizamos para sermonear sobre asuntos en los que no hemos pensado mucho. Pueden ser palabras airadas, groseras e insultantes que decimos sobre temas que nos preocupan mucho, ya sea en público o en privado. Y, aunque es mucho más raro en los seres humanos, estas palabras también pueden ser pacientes, amables, honorables, pacíficas y humildes.
Lo que Jesús quiere enseñarnos es que todas nuestras palabras importan. Todas serán llamadas a testificar a favor o en contra de nosotros. Lo que decimos está tan conectado con nuestro corazón que incluso nuestras palabras ociosas son reveladoras. Y lo que a menudo hace que las palabras ociosas sean reveladoras es que las decimos cuando bajamos la guardia.
Una parábola dolorosa
Una parábola del poder revelador de las palabras ociosas tuvo lugar recientemente en los medios de comunicación populares cuando la notable y lucrativa carrera de Jon Gruden en la Liga Nacional de Fútbol Americano se descarriló de repente.
En octubre de 2021, dos periódicos prominentes publicaron revelaciones sobre numerosos correos electrónicos que Gruden escribió entre 2010 y 2018, antes de convertirse en el entrenador principal de los Raiders de Las Vegas. Eran palabras que claramente (y erróneamente) creyó que nunca saldrían a la luz. Como resumió un sitio de noticias, los correos electrónicos revelaron un «patrón de insultos homofóbicos, misóginos y sexistas, así como fotos de animadoras del equipo de fútbol americano de Washington en topless».
El 11 de octubre, en particular, se convirtió en el día del juicio para Gruden ante el tribunal de la opinión pública, cuando fue condenado rotundamente por sus propias palabras, como dijo un periodista deportivo, «estúpidas y ociosas». Y como resultado, dimitió como entrenador principal de los Raiders.
Esto nos da una pequeña muestra de lo que Jesús quiso decir cuando dijo:
«Todo lo que habéis dicho en tinieblas, a la luz se oirá; y lo que habéis hablado al oído en los aposentos, se proclamará en las azoteas» (Lc 12:3).
A toda persona que se enfrente a un juicio en el sistema judicial de Estados Unidos se le advierte: «Cualquier cosa que diga puede y será usada en su contra en un tribunal de justicia». Jesús nos está advirtiendo que todo lo que digamos puede y será usado a favor o en contra nuestra cuando comparezcamos ante su tribunal.
Teniendo en cuenta todo lo que hemos dicho en la oscuridad y susurrado en privado, todas las palabras estúpidas y ociosas que hemos pronunciado y que podrían ser testigos condenatorios en nuestra contra, el paso más sabio que podemos dar es «[ponernos] de acuerdo con [nuestro] adversario pronto» (Mt 5:25), y orar como el salmista:
«Si mirares a los pecados,
¿Quién, oh Señor, podrá mantenerse?
Pero en ti hay perdón,
Para que seas reverenciado» (Sal 130:3-4).
Porque nuestro Juez es a la vez «justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús» (Ro 3:26).
Refrena tu lengua (y tus dedos)
Pero parte del arrepentimiento —de hecho, la evidencia de que el arrepentimiento es real— consiste en buscar activamente ser transformados por el poder del Espíritu Santo. Y cuando se trata de todas nuestras palabras, y tal vez especialmente de las ociosas, el arrepentimiento implica refrenar nuestras lenguas, lo cual obviamente hoy incluye nuestros dedos y pulgares.
Extraigo esta metáfora del apóstol Santiago, quien, en su fuerte advertencia acerca de la lengua, utiliza tres útiles analogías: (1) el freno en la boca de un caballo, (2) el timón de un barco y (3) un fuego (Stg 3:1-6). Cada uno de ellos, al igual que la lengua y los dedos, es un objeto pequeño con gran poder. Los dos primeros ilustran controles que producen un gran bien: un pequeño freno controla un poderoso caballo, y un pequeño timón dirige un poderoso barco. Pero el tercero ilustra cómo la falta de control, llamémoslo descuido, puede causar una gran destrucción: un pequeño fuego hace arder todo un bosque.
El punto es claro: las palabras bajo control pueden hacer un gran bien. Pueden ser para otros «un árbol de vida» (Pr 15:4) y «dar gracia a los oyentes» (Ef 4:29). Pero las palabras descontroladas y necias pueden reducir a cenizas amistades, familias, iglesias y carreras (Stg 3:9-10). La pregunta es: ¿Qué frenos ponemos a nuestras palabras para controlarlas para el bien?
La regla de las 24 horas
Permíteme compartir un freno personal que he estado utilizando: la regla de las 24 horas. Antes de responderle a alguien cuyas palabras despertarían en mí ira, frustración o una actitud defensiva, espero al menos un día. He comprobado que la mayoría de las situaciones no requieren una respuesta inmediata, aunque alguien la quiera. Y casi siempre, al cabo de 24 horas, las emociones que probablemente provocarían mi respuesta acalorada se han disipado, y soy capaz de responder con palabras más mesuradas y cariñosas. Y no solo eso, sino que a menudo veo la perspectiva de la persona con más claridad de la que tenía inicialmente. Esta regla es muy útil para hablar con los dedos, pero también funciona con la lengua. Sé que cuando empleo este freno como esposo y padre, invariablemente produce un resultado más edificante.
Cada uno de nosotros debe encontrar los frenos que mejor nos funcionen, y es crucial que lo hagamos. Aquellos que están dispuestos a esforzarse para refrenar el caballo salvaje de nuestras palabras, por amor a Jesús, demuestran su amor por él (Jn 14:15) y su deseo de amar a su prójimo como a sí mismos (Mt 22:39). Para los que no refrenan sus lenguas y dedos, sus palabras pueden y serán usadas en su contra en el día del juicio.
Que tomemos en serio o no las palabras de Jesús acerca de nuestras palabras dice algo muy importante sobre nuestros corazones.