Tenemos que meditar en la superioridad de Dios
como nuestra gran recompensa por sobre todo
lo que el mundo tiene para ofrecer. Si no lo
hacemos, amaremos el mundo como el resto lo
hace, y viviremos como todos los demás.
Tomemos las cosas que mueven al mundo y
meditemos en lo bueno y perpetuo que Dios es
en comparación. Consideremos el dinero, el
sexo o el poder, y pensemos acerca de ellos
en relación con la muerte. La muerte acabará
con cada uno de ellos. Si vivimos para ellos,
no conseguiremos mucho; y lo que lleguemos a
conseguir, lo perdemos.
En cambio, el tesoro de Dios permanece, dura,
va más allá de la muerte. Es mejor que el
dinero porque Dios posee todo el dinero y es
nuestro Padre. «Todo es vuestro, y vosotros
de Cristo, y Cristo de Dios»
(1 Corintios 3:22-23).
Es mejor que el sexo. Jesús nunca tuvo
relaciones sexuales y fue el ser humano más
pleno y completo que existirá por siempre.
El sexo es una sombra una imagen de una
realidad más grande, de una relación y un
placer que harán que el sexo parezca un
bostezo.
La recompensa de Dios es mejor que el poder.
No existe mayor poder humano que el de ser
un hijo del Dios Todopoderoso. «¿No sabéis
que hemos de juzgar a los ángeles?»
(1 Corintios 6:3).
Y así continúa la lista. Dios es mejor y más
permanente que todo lo que el mundo tiene
para ofrecer.
No hay comparación. Dios gana cada vez.
La pregunta es la siguiente: ¿Lo tendremos
nosotros a él? ¿Nos despertaremos del trance
de este mundo estupefaciente, para en su
lugar ver y creer y regocijarnos y amar?
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