El mandamiento más moralmente bello y atractivo que Jesús ha prescrito resulta ser también el más difícil de obedecer:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas» (Mt 22:37-40).
Es una declaración impresionante. Todo lo que Dios requiere de nosotros, todo lo que la Escritura contiene respecto a «la vida y a la piedad» (2 P 1:3), se resume en dos sencillos mandatos.
En esa simplicidad, estos dos mandamientos lo abarcan todo. Sin embargo, obedecerlos no es nada fácil. Y ahí está el problema. Como estos mandamientos son tan amplios, pueden parecer abrumadores y hasta imposibles. Como resultado, podemos suponer que no es necesario tomarlos tan en serio. Esto es un grave error.
¿Es posible amar?
Podríamos suponer erróneamente que si bien obedecer estos mandamientos fue humanamente posible en el Edén, y volverá a ser humanamente posible en nuestro estado glorificado, son humanamente imposibles ahora en nuestro estado caído. Y por eso son más bien ideales elevados, en los que no hay que pensar mucho. Incluso podríamos suponer que su propósito es simplemente revelar nuestra incapacidad para cumplirlos y nuestra necesidad de Cristo (Ro 7:22-25), y que como parte de la justicia de Cristo que se nos imputa, Jesús obedeció estos mandamientos perfectamente en nuestro nombre (Ro 8:3-4). Por tanto, Jesús no espera realmente que los obedezcamos ahora.
Si bien es cierto que Jesús compró nuestra justificación a través de su obediencia perfecta, lo que Pablo escribió en Romanos 13:9 y Gálatas 5:14, y lo que Santiago escribió en Santiago 2:8, dejan claro que los apóstoles creían que Jesús espera que busquemos seriamente amar a Dios con todo nuestro ser y amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, ahora, en este tiempo, incluso hoy.
¿Quién te sirve como modelo de discipulado?
La comunidad que nos rodea confirma o confronta nuestras suposiciones erróneas sobre el amor. A menudo permitimos que los demás determinen desmesuradamente por nosotros lo que es el discipulado. Si muchos de los cristianos que nos rodean aceptan pero no aplican rigurosamente estos dos grandes mandamientos, su ejemplo puede influir en que supongamos implícitamente que Jesús quiere que afirmemos la rectitud ideal de sus mandamientos, pero no espera realmente que nos esforcemos en vivirlos de forma coherente.
Pero, como ilustra la reprimenda de Pablo a Pedro en Gálatas 2, la influencia de otros cristianos puede llevarnos a una grave desobediencia. Todo el testimonio del Nuevo Testamento demuestra que es precisamente la forma radical en que vivimos los mandatos de amor de Jesús —los cuales son esencialmente exposiciones de estos Grandes Mandamientos—, lo que demuestra que somos sus discípulos (Jn 13:35).
No, no debemos permitir que estos hechos —que estos mandamientos sean difíciles de obedecer, que no seamos justificados por nuestra obediencia, o que otros a nuestro alrededor no los obedezcan— nos hagan suponer que Jesús no espera que los obedezcamos seriamente. Porque sí lo hace. Es más, espera que estructuremos nuestras vidas en torno a su obediencia.
¿Pero cómo?
Esto nos trae de vuelta a lo abrumadores que pueden parecer estos mandamientos. Si los tomamos en serio, nos obligan a preguntarnos: ¿Pero cómo voy a obedecerlos? Esa es exactamente la pregunta correcta que debemos hacernos.
¿Alguna vez has dedicado tiempo a meditar seriamente sobre estos mandamientos acerca del amor?
No me refiero simplemente a escuchar sermones, conferencias y podcasts sobre ellos, o a leer numerosos libros y artículos del tema, y a formar las respuestas teológicas adecuadas. Si eres un profesor cristiano que produce dichos recursos (me estoy predicando a mí mismo mientras escribo esto), tampoco me refiero al arduo trabajo de investigación histórico-gramatical y hermenéutico y al desarrollo de habilidades de comunicación homilética o literaria eficaces para comprender y enseñar con precisión este texto dentro de tu marco teológico sistemático. No me malinterpretes: todo eso es importante. Pero no se traduce necesariamente en una obediencia rigurosa en la vida real.
Quiero decir, ¿has pasado alguna vez horas reflexionando seriamente y analizando específicamente lo que significa para ti buscar deliberadamente amar a Dios con todo tu ser en la pequeña parte del mundo donde él te ha colocado, y amar a tu prójimo como a ti mismo entre las almas eternamente significativas que Dios ha colocado allí también; especialmente las necesitadas, quizá incluso a un «enemigo» (Mt 5:44), tal vez a uno que te encuentras en el camino, por así decirlo (Lc 10:25-37)? Jesús no quiere que nos quedemos paralizados por estos mandamientos tan amplios; quiere que formen nuestro enfoque fundamental para la vida. Quiere que cada uno de nosotros se pregunte seriamente cómo hemos de obedecerlos y se esfuerce por discernir en oración lo que la obediencia puede significar específicamente para nosotros.
Y no nos ha dejado sin ayuda. Nos ha dado el don del Espíritu Santo para que nos guie (Jn 16:13), el don del Nuevo Testamento para que nos proporcione muchos ejemplos de cómo desglosar estos grandes mandamientos en aplicaciones específicas, y el don de nuestros hermanos de la iglesia para que nos ayuden a seguir este «camino aun más excelente» de la vida (1 Co 12:31).
Considera el costo
Hasta que no hayamos reflexionado sobre lo que estos mandamientos realmente nos exigen, no podremos determinar si estamos realmente dispuestos a pagar lo que cuesta. Así lo dice Jesús:
«¿Quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para acabarla?» (Lc 14:28)
Jesús dijo esto después de declarar lo que cuesta obedecer sus mandamientos: sus discípulos deben renunciar a todo. Es un costo muy alto.
Pero el costo en sí mismo es una expresión de amor. Nuestra renuncia no tiene que ver con el grado de ascetismo que estamos dispuestos a soportar por causa de Jesús; se trata de dónde está nuestro tesoro y cuánto lo amamos (Mt 6:21). Por esa razón, Pablo escribió: «Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve» (1 Co 13:3). Jesús nos invita, parafraseando a Jim Elliott, a dejar lo que no podemos conservar, para ganar lo que no podemos perder.
«Si me amáis»
Los mandamientos de Jesús sobre el amor —estos imperativos moralmente bellos y atractivos— son las palabras más difíciles y costosas de obedecer.
Por eso, al final de su Sermón del Monte, después de dar ejemplos concretos de cómo es una vida de amor, Jesús dice: «Porque estrecha es la puerta, y angosto el camino que lleva a la vida» (Mt 7:14). Y por esa razón, una de las últimas cosas que Jesús dijo a sus discípulos antes de su crucifixión fue:
«Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros, como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos» (Jn 15:12-13).
Cuando leemos esa declaración, especialmente a la luz de algo que dijo minutos antes —«Si me amáis, guardad mis mandamientos» (Jn 14:15) —, podemos escuchar tanto el eco de los dos grandes mandamientos de Jesús como su expectativa de que los tomemos con la mayor seriedad en nuestras vidas.
Para los que deseamos tener un «discipulado radical», no hay nada más radical que el amor de Cristo.