Jesús se hizo hombre porque era necesaria la
muerte de un hombre que fuera más que hombre.
En la encarnación, Dios mismo se hizo
prisionero para la pena de muerte.
Cristo no corrió ningún riesgo de muerte; él se
entregó a la muerte. Precisamente a eso vino:
no para ser servido, sino para servir, y para dar
su vida en rescate por muchos (Marcos 10:45).
¡No es de extrañarse que Satanás intentara desviar
a Jesús de la crucifixión! La cruz fue la
destrucción de Satanás. ¿Cómo lo destruyó Jesús?
El «poder de la muerte» es la habilidad de hacer
de la muerte algo temible. El «poder de la muerte»
es el poder que sujeta a los hombres a esclavitud
a través del miedo a la muerte. Es el poder para
mantener a los hombres en pecado, de manera que
esa muerte se presente como algo espantoso.
Sin embargo, Jesús despojó a Satanás de este poder.
Lo desarmó. Forjó para nosotros una coraza de
justicia que nos hace inmunes a la condenación
del diablo.
Por medio de su muerte, Jesús borró todos nuestros
pecados. Una persona sin pecado deja a Satanás sin
trabajo. Su traición es abortada. Su vasta
perfidia se ve frustrada. «¡Que muestre su vigor
Satán, y su furor! Dañarnos no podrá, pues
condenado es ya». La cruz lo atravesó, y pronto
estará dando su último suspiro.
La Navidad es para libertad: libertad del temor
de la muerte.
Jesús adoptó nuestra naturaleza en Belén, para
sufrir nuestra muerte en Jerusalén, para que
podamos habitar sin temor en nuestra ciudad.
Así es, sin temor. Porque, si la mayor amenaza a
nuestro gozo ha desaparecido, ¿por qué habríamos
de inquietarnos por amenazas menores?
¿Acaso podríamos decir: «Bien, no tengo miedo a
la muerte, pero sí a perder mi trabajo»? No.
Por supuesto que no. ¡Piénsenlo!
Si la muerte (la muerte, es decir, ¡sin pulso,
el cuerpo frío, no existo más!) ya no representa
un temor, somos libres, verdaderamente libres.
Libres para asumir cualquier riesgo bajo el sol
por causa de Cristo y por amor. No más esclavitud
a la ansiedad.
¡Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente
libres!
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