Uno de los grandes enemigos de la esperanza
es olvidar las promesas de Dios. Recordar es
un gran ministerio. Pedro y Pablo escribieron
por este motivo (2 Pedro 1:13; Romanos 15:15).
El Espíritu Santo es principalmente el que
trae a memoria (Juan 14:26); pero no seamos
pasivos. Únicamente nosotros somos
responsables por nuestro propio ministerio de
recordar, y la primera persona que necesita
que le hagamos recordar somos nosotros mismos.
La mente tiene este gran poder: puede
hablarse a sí misma y hacerse acordar.
La mente puede «traer al corazón». Por ejemplo:
«Esto traigo a mi corazón, por esto tengo
esperanza: Que las misericordias del Señor
jamás terminan» (Lamentaciones 3:21-22).
Si no «traemos al corazón» lo que Dios ha
dicho acerca de él mismo y acerca de nosotros,
languidecemos. ¡Oh, cuánto sé de esto por las
experiencias dolorosas de mi propia vida!
No se revuelquen en el fango de los mensajes
paganos. Me refiero a los mensajes que están
en nuestra propia mente: «No puedo»,
«Ella no lo hará», «Ellos nunca»,
«Nunca ha funcionado».
El punto aquí no es que esos mensajes sean
verdaderos o falsos. La mente de uno siempre
encontrará la manera de volverlos verdaderos,
a no ser de que nosotros «traigamos al
corazón» algo más grande. Dios es el Dios de
lo imposible. Hacer razonamientos para salir
de una situación imposible no es tan efectivo
como recordarnos la manera de salir.
Si no nos recordamos a nosotros mismos la
grandeza, la gracia, el poder y la sabiduría
de Dios, nos hundimos en un pesimismo salvaje:
«…entonces era yo torpe y sin entendimiento;
era como una bestia delante de ti»
(Salmos 73:22).
El gran giro de la desesperación hacia la
esperanza en el Salmo 77 viene de las
siguientes palabras: «Me acordaré de las obras
del Señor; ciertamente me acordaré de tus
maravillas antiguas. Meditaré en toda tu
obra, y reflexionaré en tus hechos»
(Salmos 77:11-12).
Esta es la gran batalla de mi vida; presumo
que es la de ustedes también. ¡La batalla de
recordar! Primero a mí mismo; luego a los demás.
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