Isaías ve venir el día cuando todas las naciones
representativas de todos los grupos de personas
ya no estarán en desacuerdo con Yahweh, el Dios
de Israel y su Mesías, de quien sabemos que es
Jesús.
Ya no adorarán a Bel, ni a Nabu, ni a Moloch, ni
a Alá, ni a Buda, ni a programas sociales utópicos,
ni a las posibilidades de crecimiento capitalista,
ni a los ancestros, ni a los espíritus animistas.
Por el contrario, vendrán en fe al banquete en la
montaña de Dios.
Y estará el velo de la aflicción quitado y la
muerte será devorada y la culpa del pueblo de Dios
será anulada y las lágrimas desaparecerán
para siempre.
Ese es el marco para entender la visión del
versículo 3: «Por eso te glorificará un pueblo
fuerte, ciudades de crueles naciones te
reverenciarán». En otras palabras, Dios es más
fuerte que el «pueblo fuerte» y es tan poderoso y
misericordioso que al final él hará que ciudades
crueles lo reverencien.
Es así que la imagen que Isaías nos da es una en
la que todas las naciones se vuelven a Dios en
adoración, un gran banquete para todas las gentes,
la eliminación de todo sufrimiento y dolor y culpa
de las naciones que se han convertido en su pueblo,
y la exterminación de la muerte para siempre.
Este triunfo es seguro porque Dios lo está haciendo.
Por lo tanto, podemos tener la certeza de
que así será.
No hay una sola vida dedicada a la causa de la
evangelización del mundo que haya sido en vano.
Ninguna oración, ni dólar, ni sermón, ni carta de
aliento enviada, ni pequeña luz brillando en lugar
oscuro nada hecho en honor a la causa del advenimiento
del reino es en vano.
El triunfo es seguro.
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