Dios no hace oídos sordos al anhelo de un
alma contrita. Él viene y nos quita la carga
del pecado y llena nuestro corazón de alegría
y gratitud: «Tú has cambiado mi lamento en
danza; has desatado mi cilicio y me has ceñido
de alegría; para que mi alma te cante alabanzas
y no esté callada, oh Señor, Dios mío, te
alabaré por siempre» (Salmos 30:11-12).
Pero nuestro gozo no solo surge de mirar hacia
atrás con gratitud. También surge de mirar
hacia adelante con esperanza: «¿Por qué te
abates, alma mía, y por qué te turbas dentro
de mí? Espera en Dios, pues he de alabarle otra
vez por la salvación de su presencia»
(Salmos 42:5).
«Espero en el Señor, en Él espera mi alma, y en
su palabra tengo mi esperanza» (Salmos 130:5).
En el fondo, el corazón no anhela ninguno de los
buenos regalos de Dios, sino a Dios mismo. Verlo,
conocerlo y estar en su presencia es el gran
banquete del alma. Más allá de esta búsqueda, no
queda nada. Las palabras fallan. Lo llamamos
placer, gozo, deleite. Pero estas palabras
señalan pobremente a la experiencia inexpresable:
«Una cosa he pedido al Señor, y esa buscaré:
que habite yo en la casa del Señor todos los días
de mi vida, para contemplar la hermosura del
Señor, y para meditar en su templo» (Salmos 27:4).
«En tu presencia hay plenitud de gozo; en tu
diestra, deleites para siempre» (Salmos 16:11).
«Deléitate asimismo en el Señor» (Salmos 37:4).
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