El alma del Padre se regocija profundamente ante
la mansedumbre servil y la compasión de su Hijo.
Cuando una caña se dobla y está a punto de
quebrarse, el Siervo la mantiene derecha con
ternura hasta que sana. Cuando una mecha empieza
a humear y apenas guarda algo de calor, el
Siervo no la apaga, sino que ahueca la mano y la
sopla despacio hasta que vuelva a encenderse.
Por eso es que el Padre exclama: «Mirad a mi
Siervo, en quien se complace mi alma». El valor
y la belleza del Hijo provienen no solo de su
majestad ni solo de su mansedumbre, sino del modo
en que ambas cualidades se combinan en
proporciones perfectas.
Cuando el ángel clamó en Apocalipsis 5:2: «¿Quién
es digno de abrir el libro y de desatar sus
sellos?», la respuesta fue: «No llores; mira, el
León de la tribu de Judá, la Raíz de David, ha
vencido para abrir el libro y sus siete sellos»
(Apocalipsis 5:5).
Dios ama el vigor del León de Judá. Esa es la razón
por la que él es digno, a los ojos de Dios, de
abrir los rollos de la historia y de revelar lo
que sucederá en los últimos días.
Sin embargo, la escena está incompleta. ¿Qué hizo
el León para concretar su conquista? El versículo
siguiente describe su apariencia: «Miré, y vi entre
el trono (con los cuatro seres vivientes) y los
ancianos, a un Cordero, de pie, como inmolado».
Jesús es digno de que el Padre se deleite en él,
no solo porque es el León de Judá, sino también
porque es el Cordero inmolado.
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