Lo que este versículo quiere decir es que hay
una preciosa experiencia de paz, seguridad,
armonía e intimidad con Dios que no es
incondicional: depende de que no contristemos
al Espíritu.
Depende de que dejemos los malos hábitos.
Depende de que abandonemos las triviales
inconsistencias de nuestra vida cristiana.
Depende de que caminemos a la par con Dios y
aspiremos al mayor grado de santidad.
Si esto es verdad, me temo que las
afirmaciones poco cuidadosas que hoy en día se
hacen acerca del amor incondicional de Dios,
podrían llevar a las personas a dejar de hacer
justamente lo que la Biblia dice que necesitan
hacer para lograr la paz que buscan con tanta
ansiedad. En nuestro intento de traer paz a las
personas por medio de la «incondicionalidad»,
podríamos estar privándolas del remedio mismo
que la Biblia prescribe.
Declaremos con denuedo las buenas nuevas de que
nuestra justificación está basada en el valor
de la obediencia y el sacrificio de Cristo,
no en los nuestros (como dice Romanos 5:19:
«porque así como por la desobediencia de un
hombre los muchos fueron constituidos pecadores,
así también por la obediencia de uno los muchos
serán constituidos justos»).
Pero declaremos también la verdad bíblica de que
el deleite en esa justificación, que se
manifiesta en el gozo, la confianza y el poder
para crecer en semejanza a Jesús, está condicionado
a nuestra renuncia activa al pecado y a las malas
costumbres, a la mortificación de los deseos de
la carne, a la búsqueda de la intimidad con Cristo
y a no contristar al Espíritu.
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