«Nuestro Dios está en los cielos; Él hace lo
que le place» (Salmos 115:3). La implicación
de este pasaje es que Dios tiene el derecho
de hacer lo que lo haga feliz, y cuenta con
el poder para llevarlo a cabo. Esto es lo
que significa decir que Dios es soberano.
Pensémoslo por un momento: si Dios es
soberano y puede hacer lo que le plazca,
entonces ninguno de sus propósitos puede ser
frustrado. «El Señor hace nulo el consejo de
las naciones; frustra los designios de los
pueblos. El consejo del Señor permanece para
siempre, los designios de su corazón de
generación en generación» (Salmos 33:10-11).
Y si ninguno de sus propósitos puede ser
frustrado, entonces él debe ser el más
feliz de todos los seres vivientes.
Esta felicidad infinita y divina es la fuente
de la que el cristiano (hedonista) bebe y
anhela beber más y más.
¿Se imaginan cómo sería todo si el Dios que
gobierna el mundo no fuera feliz?
¿Qué pasaría si Dios fuera dado a la queja,
el refunfuño y la depresión, como un gigante
caprichoso que habita en el cielo?
¿Qué pasaría si Dios estuviera frustrado y
abatido y deprimido y taciturno y triste y
desanimado?
¿Podríamos entonces decir junto a David:
«Oh Dios, tú eres mi Dios; te buscaré con afán.
Mi alma tiene sed de ti, mi carne te anhela
cual tierra seca y árida donde no hay agua»
(Salmos 63:1)? Lo dudo.
Todos nos relacionaríamos con Dios como los
niños pequeños que tienen un padre frustrado,
abatido, taciturno y desanimado. No pueden
disfrutar su compañía. Solo pueden intentar
no molestarlo, o quizás tratar de hacer algo
para ganar un poco de su favor. El objetivo
del hedonista cristiano es ser feliz en Dios,
deleitarse en él, regocijarse en él y
disfrutar de su comunión y favor.
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