He aquí lo que yo pienso que debería ser
parte de la experiencia plena de lo que el
salmista llama a hacer cuando dice:
«tributad [= dad] al Señor gloria y poder».
Primero, por la gracia de Dios, prestamos
atención a Dios y vemos que él es fuerte.
Prestamos atención a su fortaleza. Luego
aprobamos la grandeza de su fuerza y le damos
el respeto que merece por su valor.
Nos damos cuenta de que su fortaleza es
increíble. Pero lo que hace que este asombro
sea un tipo de maravilla que «se entrega»
es que estemos especialmente contentos de
que esta grandeza en fortaleza sea de él y
no nuestra.
Sentimos una profunda idoneidad en el hecho
de que él sea infinitamente fuerte y no
nosotros. Amamos esa verdad. No envidiamos
a Dios por su fortaleza. No codiciamos su
poder. Estamos llenos de gozo de que toda
la fuerza sea suya.
Todo nuestro ser se regocija al contemplar
este poder como si hubiéramos llegado a la
celebración de la victoria de un corredor de
fondo que nos ganó en la carrera, y sintiéramos
el gozo más grande al admirar su fortaleza,
en lugar de resentir nuestra derrota.
Encontramos el significado más profundo de la
vida cuando nuestro corazón se abre libremente
a admirar el poder de Dios, en lugar de
volcarse hacia adentro y jactarse en el de uno
mismo o siquiera pensar en el de uno mismo.
Descubrimos algo impresionante: es profundamente
gratificante no ser Dios, y desistir a todos
nuestros pensamientos y deseos de ser Dios.
Al prestar atención al poder de Dios, aumenta
nuestro entendimiento de que Dios creó el
universo con este motivo: que pudiéramos tener
la experiencia supremamente gratificante de no
ser Dios, sino de admirar la divinidad de Dios
la fortaleza de Dios. Se asienta en nosotros la
paz que conlleva el darnos cuenta de que la
admiración de lo infinito es el fin de todas las
cosas.
Nos estremece pensar en la mínima tentación de
atribuirnos cualquier poder como si viniera de
nosotros. Dios nos creó débiles para protegernos
de eso: «Pero tenemos este tesoro en vasos de
barro, para que la extraordinaria grandeza del
poder sea de Dios y no de nosotros»
(2 Corintios 4:7).
¡Oh, cuán grande amor es este, que Dios nos
proteja de reemplazar las alturas de la eterna
admiración de su poder con el intento vano de
jactarnos en el nuestro!
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